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martes, 22 de diciembre de 2009

Lorca: Caso abierto


He publicado este artículo en El País:


Al parecer, Lorca nunca estuvo bajo el suelo al que hemos peregrinado durante años, en ese atardecer de agosto que se volvía de pronto triste. Poéticamente lo sabíamos: los sonidos de ese lugar jugaban al escondite con nosotros, se encendían las chicharras y los grillos, cambiaba la luz y un pequeño soplo de viento entre los árboles cercanos parecía jugar al escondite con el recuerdo de Lorca.
Pero no nos hagamos trampas en el solitario de la memoria histórica. La necesidad de encontrar los cuerpos no es sino una débil compensación que apenas repara 40 años de censura de la dictadura y 30 años de dulce olvido de la democracia.
No nos engañemos. Estamos buscando huesos porque no hemos sido capaces de esclarecer la historia. Estamos recontando esqueletos y calaveras, porque nos consuela dignificar la muerte injusta de tantas personas pero -aunque es un ejercicio necesario, de cierre de heridas, de poner fin al dolor de sus cuerpos abandonados-, esto no nos acerca a la verdad, ni desvela a los que cometieron el crimen.
Especialmente en los casos de fusilamiento, la verdad no está en la cuneta, en la tapia del cementerio o en el barranco. Los verdaderos asesinos, los cómplices y los delatores no están presentes. A la luz del amanecer, o frente a las luces desenfocadas, sólo hay cuatro desgraciados, embrutecidos por el vino, el miedo o el rencor que disparan un puñado de balas resplandecientes. Los verdaderos asesinos no han pisado nunca la escena del crimen.
En el caso de Lorca, si hubiésemos encontrado el cuerpo, sólo nos podría dar un ínfimo testimonio sobre la forma en que murió, pero en ningún caso aclararía el enigma de quién decidió la muerte del poeta, con quién consultó, qué querían obtener en los varios días de interrogatorios en el Gobierno Civil, quién lo delató y todo un sinfín de interrogantes sobre su asesinato.
El interés por encontrar el cuerpo contrasta con la falta de interés oficial por encontrar la verdad. En nuestro país, en nuestra modélica transición, no se ha puesto en marcha una sola Comisión de la Verdad que -tal como han hecho en algunos países latinoamericanos- esclareciera los hechos, incluso aunque no derivara responsabilidades penales. En el caso de Federico García Lorca la ausencia de una investigación oficial sobre su muerte ha sido cubierta por hispanistas, filólogos e historiadores que han actuado sobre las escasas fuentes disponibles. Me horroriza que la derecha se frote las manos y califique la ausencia del cadáver como el fracaso de la memoria histórica. Todo lo contrario, sólo ha puesto de relieve que los mecanismos contra la desmemoria y el miedo han sido demasiado escasos y tardíos.
Me pregunto si no es el momento de abrir realmente el caso García Lorca con todas sus implicaciones. Alentar una investigación desde todas las disciplinas que nos aclare la muerte del poeta más internacional de nuestra historia, para acabar con la vergüenza de no saber quién ordenó su muerte y cuáles fueron las razones. Cada cinco minutos se interpreta una obra de teatro de Lorca en el mundo, cada día se venden miles de ejemplares de su obra. Es posible que sea el poeta que ha llegado de forma más eficaz a nuestro inconsciente y al que comprendemos, de forma íntima y total, sin entender del todo.
Mientras tanto, Lorca juega al escondite con nosotros. Tantas veces nos habló de las dos muertes: la esencial, telúrica, unida a la tierra, al grito, a la sangre derramada y la muerte urbana, hecha de olvido, de insomnio, de deshumanización del dolor. Parece decirnos: "Todavía no, quizá más tarde" o como escribió en Bodas de Sangre: "Yo haré con mi sueño una fría paloma de marfil que lleve camelias de escarcha sobre el camposanto. Pero no camposanto, no. Camposanto, no. Lechos de tierra. No quiero ver a nadie. La tierra y yo".

martes, 3 de febrero de 2009

Rafael Alberti



Conseguí el número de teléfono de Alberti tras muchas gestiones. Me dijeron, con tono secreto, que no lo pasara a nadie y que lo llamara por la tarde, después de las cinco y antes de las ocho.
A la hora acordada marqué el teléfono con la emoción anticipada de hablar con un mito de la literatura. Tras varios timbrazos sonó, potente la voz de Rafael y dijo: “Este es el contestador automático de Rafael Alberti, si quieres dejar algún mensaje hazlo a continuación”. Me di cuenta inmediatamente de que no era el contestador porque su voz sonaba clara y directa pero seguí el juego. “No me conoces, te llamo desde Jaén…”-empecé mi mensaje. De pronto él cambió de tono:
- Sí, dime
- Creía que era el contestador –mentí yo.
- No tengo contestador. Son muy caros, pero hago esto para evitar las llamadas inoportunas – y se rió con estruendo-. Funciona, ¿verdad?
La risa de Rafael.
Pasados algunos años tuve la oportunidad de compartir con él en Sevilla, un desayuno con la prensa. Lamento haber perdido en las mudanzas sentimentales, la cinta que grabé de este encuentro. Hacía pocos días que había visitado la ciudad Jorge Luis Borges y Rafael estaba deseoso de hablar de este personaje y, junto a él, dar un repaso –en el sentido más castizo de la palabra- a los escritores que de alguna forma colaboraron con el franquismo. Estuvo incisivo, ocurrente, chispeante. En esta conversación Borges pasó a mejor vida junto con Dámaso Alonso y algunos otros que no consigo recordar. Por el contrario habló con emoción de su amistad con Federico García Lorca y de su muerte. Entendí que, desde entonces, Rafael tenía la impresión de vivir una vida prestada porque la muerte de Federico era el espejo de la suya propia, la que debió haberle ocurrido a él, pero que fue a Granada por un error del destino. Al acabar el desayuno tomó un libro que llevaba y me hizo un maravilloso dibujo adornado de frases sobre mi sonrisa.” ¡Ah, esa sonrisa¡ ¡Cuántas cosas buenas me trae tu sonrisa! “- me dijo. También en una mudanza perdí el libro, el dibujo y la dedicatoria.
Rafael odiaba las largas reuniones del PCE. Cuando alguien expresaba el deseo de conseguir una sociedad sin clases, él añadía en tono bajo: “y sin reuniones”. Algunos avisados iban pertrechados de láminas y lápices de dibujos a los actos en las que aparecía Alberti. Cuando la reunión se hacía aburrida le pasaban el material y Alberti se aplicaba al dibujo como un niño en una tarde lluviosa. Finalmente colocaba su firma y una dedicatoria forzada. No tuve valor para recurrir a esta artimaña con los que muchos se procuraron obras de Alberti.
Yo perdí mis dibujos. Está bien que así haya sido. Los únicos que nunca pierden nada son los que clasifican el tiempo y lo guardan sin vivirlo.