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lunes, 25 de agosto de 2014
UNA SENTENCIA EJEMPLARIZANTE
Publicado en El País Andalucía
El día en que el Gobierno aprobó la reforma laboral empezó una nueva época. El trabajo dejó de ser un derecho y se convirtió en un privilegio. No era el despido lo que había que abaratar sino el salario. No era una medida coyuntural motivada por la crisis económica sino el inicio de una nueva era. No era la época de la abundancia la que se terminaba sino la de los derechos. La nueva arquitectura de la absoluta desigualdad exigía el sometimiento absoluto de los que prestan su fuerza de trabajo.
Esa nueva época se empezó escribiendo con las palabras desesperanza y miedo. Millones de personas accedieron a renegociar sus contratos, a trabajar por la mitad, a hacer horas extraordinarias que se han vuelto invisibles y forzosas, al incumplimiento de los horarios. El miedo a ser el siguiente despedido nos hizo agachar la cabeza, lamentar nuestra mucha o poca edad (siempre inconveniente), sustituir nuestros convenios por un cheque en blanco que el mercado rellena progresivamente a la baja.
Pero si esto no fuese suficiente, el Gobierno prepara fuertes sanciones para castigar la movilización popular, para frenar las huelgas, para obstaculizar los derechos de una Constitución que tanto incumplen. “Sus deseos son órdenes para mí” parece ser su lema y se anticipan a sus demandas preparando el terreno para el futuro, redactando proyectos de ley infumables, y rescatando del baúl de los recuerdos viejas disposiciones que nunca se han aplicado con tan inusitada dureza.
El fiscal que acusaba a Carmen y Carlos exigió “una condena ejemplarizante”. Tomen nota de la palabra, por favor. Aparte de que las sentencias no deben ser “ejemplarizantes” sino justas, ¿a qué clase de ejemplaridad se refiere el ministerio fiscal? ¿Qué enseñanza debe extraer la sociedad de esta sentencia? Carmen y Carlos habían participado junto a otras 40 personas, en un piquete en la huelga de 2012 que hicieron algunas pintadas en un establecimiento y causaron unos daños estimados pericialmente en 600 euros. Sus nombres fueron tomados al azar por la policía. Ni siquiera fueron los protagonistas de los hechos, aunque se aprestaron a pagar los daños estimados. Nunca han entendido su procesamiento ni la dureza con que han sido penalmente tratados. El juez, Manuel Piñar, sin embargo, entendió perfectamente el mensaje de la ejemplaridad, el viento de los nuevos tiempos represivos, y triplicó la apuesta del fiscal: tres años de cárcel por “un delito contra el derecho de los trabajadores”. Sería cómico si no fuese tan dramático.
Carlos ha terminado esta semana la carrera de Medicina. Esperaba hacer el MIR pero el juez ha metido en la cárcel sus sueños. Carmen, por su parte, es una trabajadora en paro que ha agotado sus prestaciones y que tiene a su cargo, en solitario, a un adolescente. Su única preocupación es qué ocurrirá con su hijo. Quienes se han entrevistado con ellos, dicen que su historia “hace a las piedras llorar”. Si la ejemplaridad que nos preparan es enviar tres años a la cárcel a dos ciudadanos decentes, pobre democracia la nuestra.
@conchacaballer
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lunes, 25 de noviembre de 2013
JUSTICIA Y GOBIERNO CHAPAPOTEAN
Publicado en El País Andalucía
Ya es definitivo: ni somos ciudadanos, ni las leyes nos protegen ni el Gobierno defiende el interés general. Que no cunda la desesperanza, pero no es posible seguir mucho tiempo en una situación que nos arrebata la dignidad, que nos hace comulgar con ruedas de molino y sacrifica nuestros principios más elementales al dios de la recuperación económica.
La sentencia del Prestige y todo el entorno político y cultural que lo rodea, nos coloca de rodillas, despojados de toda dignidad como sociedad o como país. El Congreso norteamericano obligó a la petrolera British Petroleum a reconocer y hacerse cargo del coste del vertido en el Golfo de México. El mismo día de la sentencia del Prestige, Ecuador condenó a la petrolera norteamericana Chevron a pagar 6.400 millones de euros por los vertidos en la cuenca del Amazonas. Ninguna de estas decisiones ha estado exenta de contradicciones pero la opinión pública estadounidense y la presión de las plataformas de campesinos de la Amazonía, en el segundo caso, han conseguido que sus respectivos Gobiernos levanten la cabeza frente al abuso de las multinacionales.
Ahora, pasen y vean lo ocurrido en nuestro país. El ministro de Agricultura y Medio Ambiente, Miguel Arias Cañete, se ha “felicitado por la sentencia del Prestige” a la vez que ha afirmado que “las autoridades actuaron razonablemente bien”. Lo peor de todo es que estamos tan acostumbrados a los despropósitos políticos que ya apenas los percibimos.
Imaginen a Obama felicitándose por una sentencia que exculpara a BP de los vertidos de su plataforma petrolífera y eximiera a la compañía del pago de indemnizaciones; imaginen a un mandatario de cualquier país del mundo celebrando que las tropelías medioambientales contra su nación no se castiguen penalmente ni se exija ninguna indemnización por los daños sufridos.
Pues eso está ocurriendo en nuestro país. Ni siquiera nos preguntamos por qué el Gobierno no recurre, no exige, no demanda a los armadores y compañías… Hemos aceptado que lo propio de un gobierno es mantenerse en el poder, no asumir responsabilidad alguna por los errores cometidos, no cesar jamás a un miembro de su gabinete, mantener un honor ficticio a puerta cerrada, aunque medio mundo se ría esta semana de “la marca España”, un país que deja impune el mayor delito medioambiental de los últimos 50 años.
Perdieron los de siempre: los pescadores que no pudieron faenar, los comercios que no pudieron vender, los voluntarios que limpiaron el chapapote con sus propias manos, los pájaros y las especies naturales envenenadas. 4.200 millones de euros arrojados al mar de la desesperación. Pero el Gobierno se felicita de la derrota del Nunca Mais, de esa marea humana de ciudadanía, de participación, de limpieza que desbordó las calles de Galicia y que levantó la conciencia medioambiental en todo nuestro país. A fin de cuentas Nunca Mais se convirtió en el símbolo de la limpieza y la dignidad, en una amenaza contra el estado permanente de ocultación y de mentira en el que chapapotea todo nuestro país.
Por eso esta semana me he acordado de Larra, de la generación del 98, de todos los escritores que han entonado el lamento por España, donde escribir es llorar, donde la injusticia campa a sus anchas. Un país donde se pena más la desobediencia a la autoridad que el delito contra las personas; donde los Gobiernos se preocupan de mantener sus cargos y de silenciar los problemas; donde la Justicia nos ofrece una impagable lección para las generaciones venideras: que si se inclinan a robar, esquilmar o destruir, lo hagan a lo grande.
¿Cómo educar, tras estas sentencias, a los jóvenes en el respeto a la ley? ¿Cómo hablarle de derechos medioambientales, de responsabilidad en el uso de los recursos naturales, de estado de derecho, si el triste paisaje del chapapote en Galicia, de la negra marea de las minas de Aznalcóllar no ha recibido siquiera el más mínimo reproche penal en los tribunales de justicia? “El Gobierno se felicita por la sentencia del Prestige”, es el cínico epitafio de esta historia.
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