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domingo, 17 de marzo de 2013

NO LO CUENTES: ESCRÍBELO EN EL BOJA


 
 .Puedes leerlo completo en El País de Andalucía

 Si la democracia española tuviera cara estaría roja de vergüenza por lo que ocurre en nuestro país. Ha tenido que llegar una sentencia del Tribunal Superior de Justicia europeo para que se haga público lo que toda la ciudadanía sabíamos: que las leyes que se aplican en los desahucios son un abuso y una injusticia.

    Hace apenas seis meses, un grupo de magistrados elaboró un informe para el Consejo General del Poder Judicial sobre los desahucios que exponía a las claras la sinrazón de estos procedimientos. Afirmaban los magistrados que algunas de las leyes que se aplican se redactaron en 1909, que el procedimiento carece de garantías para el consumidor y que convierte a los jueces en cobradores del frac al servicio de las entidades financieras. El CGPJ no desaprovechó la ocasión de demostrar su falta de independencia y ecuanimidad y, en vez de requerir una reforma legal en profundidad, restó importancia a sus conclusiones y enterró el informe en los cajones donde duermen todas las esperanzas de justicia.

   Si la democracia española tuviera rostro, se pondría roja de indignación al comprobar que el Gobierno no se inmuta ante la sentencia e incluso afirma que avala su intención de modificar las normativa actual, pero que es necesario ser cuidadoso para no alarmar al sector financiero. Si en Andalucía de verdad existe un Gobierno con sensibilidad y políticas distintas a las practicadas por el Gobierno central, ahora es el momento de los hechos, no de las palabras ni las confrontaciones inútiles. Cuando nuestros gobernantes proclaman que tienen en el Estatuto de Autonomía una hoja de ruta para la acción, es el momento de exigirles que hagan uso de este instrumento y no lo saquen de paseo cada 28 de febrero como si fuera la procesión de la Macarena.

   Andalucía, según el artículo 58 del Estatuto, tiene competencias exclusivas en materia de defensa de los derechos de los consumidores. Nada impide a la Junta de Andalucía ejercer una eficaz protección de estos derechos en el caso sangrante de los desahucios de forma directa, evitando los abusos y tomando parte en las causas cuando así se determine.

   Hay, además, muchos casos en los que la aplicación de los desahucios atenta contra los derechos de protección de colectivos especialmente vulnerables. El Estatuto de Autonomía establece en su artículo 18 una protección y atención integral a los menores de edad y obliga a los poderes públicos a velar por su bienestar y seguridad. ¿Se puede, con el Estatuto en la mano, desalojar de sus viviendas, sus habitaciones, su entorno a miles de menores de edad en nuestra tierra? En los casos de desahucios que conozco los menores sufren de forma terrible este exilio familiar, se resienten sus estudios y se producen numerosos cuadros de depresión y angustia.

   En un caso parecido están los desahucios de personas mayores, las personas con discapacidad y las mujeres afectadas por violencia de género para los que nuestro Estatuto establece la obligación de los poderes públicos de velar especialmente por su bienestar y su autonomía personal. Con el simple desarrollo de estos artículos se conseguirían frenar el 70% de los desahucios en nuestra comunidad.
Finalmente, en aplicación del Estatuto, que convierte en derecho subjetivo el derecho a una vivienda digna, sería posible prorrogar cualquier desahucio hasta tanto las personas afectadas no dispongan de una vivienda alternativa bien a través de la ayuda pública o del alquiler social.

   Si el Tribunal de Justicia Europeo ha puesto patas arriba la legislación española basándose solo y exclusivamente en los derechos que nos asisten como consumidores, la actual situación puede ser impugnada por instituciones con competencias en materias afectadas como es, en este caso, la comunidad autónoma de Andalucía.

  Por eso, lo que tengan que decirnos los gobernantes andaluces, que no lo hagan en rimbombantes ruedas de prensa y en papel de colorines sino en las monocromáticas páginas del BOJA. El único riesgo: un recurso de competencias con el Gobierno central que será bienvenido si el objetivo es proteger, de verdad, el interés general.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Adiós, Guadalquivir, adiós

Este es el artículo que he publicado en el País Andalucía sobre las deliberaciones del TC respecto al Guadalquivir:

El río Guadalquivir no va entre naranjos y olivos, sino que discurre por los pasillos del Tribunal Constitucional. Un río de tinta ennegrece sus aguas, unas voces ajenas lo pueblan. La sentencia, al parecer, está dictada: el Guadalquivir no es andaluz.


Teníamos que haberlo previsto cuando leímos la sentencia del Estatuto catalán y algunos reveladores votos particulares de este singular tribunal, más preocupado por defender sus convicciones políticas y morales que por el ajuste jurídico de nuestra legislación. En ella, algunos de sus autores exhibían con indisimulado desparpajo, que el Estado de las autonomías no es una forma de Estado con una distribución competencial descentralizadora sino un modelo jerárquico y excluyente.

Consideraba, además, este ínclito tribunal que los artículos de los Estatutos que no sean copia literal del texto constitucional, son una atribución unilateral de competencias o, en el mejor de los casos, una simple declaración de intenciones sin vinculación alguna. Olvidaron, por completo, que los Estatutos están sujetos a una larga y penosa tramitación en el Congreso y Senado, y que su texto definitivo es un acuerdo político y jurídico entre la Comunidad que lo propone y las instituciones representativas de la soberanía nacional.

Claro que el Constitucional suele olvidar demasiadas cosas. Los mismos redactores de estas sentencias, se expresan con términos morales en temas como la nueva ley de aborto. Han estado a punto de paralizar la ley e incumplir sus propias normas. Han escrito afirmaciones tan penosas como que no se puede dejar unilateralmente en manos de las mujeres la decisión de abortar, o que el derecho a la vida es contrario absolutamente a una ley de plazos. Alguno de ellos ha avanzado que, llegado el caso, votará "en conciencia". O sea, que no lo hará por motivos jurídicos ni constitucionales sino por sus creencias, sus perjuicios o su orientación religiosa. Una declaración que en cualquier país democrático sería motivo de escándalo.

Si finalmente, el Constitucional resuelve la inconstitucionalidad de las competencias andaluzas del Guadalquivir, habrá puesto el cartel definitivo de "abandonad toda esperanza". El artículo 51 del Estatuto de Autonomía para Andalucía tuvo varias redacciones para evitar cualquier viso de inconstitucionalidad. Su redacción circunscribió las competencias andaluzas a las aguas, para respetar la unidad de cuenca que exige la legislación. Estableció con claridad que se refería a las aguas que transcurren por el territorio andaluz; concretó que la planificación general, las obras públicas de interés general y la protección del medio ambiente corresponden a la Administración central y, para que no existiera duda afirmó que, todo ello, dentro de lo previsto en el artículo 149 de la Constitución.

Una sentencia contraria a este artículo del Estatuto de Autonomía no estaría fundada en motivos jurídicos, sino estrictamente políticos e ideológicos. En voz baja se argumenta que tras la sentencia del Estatuto catalán, el texto andaluz no puede pasar incólume. Se comenta, también, que la competencia exclusiva sobre el Guadalquivir -aún con todas sus limitaciones- supone un precedente peligroso en la batalla del agua que enfrenta a algunas comunidades. Los argumentos carecen de base jurídica y suponen una manipulación política. Andalucía no ha formado parte de la guerra del agua, siempre ha estado dispuesta a afirmar el criterio de solidaridad y de reparto de recursos. El Guadalquivir no solo transcurre en más del 90% por tierras andaluzas, sino que al hacerlo en su ciclo bajo, ninguna decisión andaluza podría menoscabar el caudal o los aprovechamientos de otras comunidades. ¿Por qué, entonces, mutilar el Estatuto andaluz? Mal asunto cuando los intérpretes de la Constitución consideran que la forma de defender al Estado es humillar a las comunidades autónomas.