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sábado, 28 de enero de 2012

MARTA Y EL POPULISMO

El artículo de esta semana en el País Andalucía:

No se me ocurre mayor dolor que el de unos padres que han visto segada la vida de su hija, ni mayor tormento que hurtarles su cuerpo. Llevamos escrito en nuestro inconsciente, desde hace milenios, la necesidad de ese último acto de despedida, por eso el dolor de los padres de Marta es el mismo que el de Príamo, rey de Troya, arrodillado ante Aquiles para que le permita recuperar el cadáver de Héctor; un dolor idéntico a centenares de personajes trágicos de la literatura en busca de ese definitivo adiós.


El caso Marta del Castillo, desde su inicio, contó con una corriente de simpatía que habla bien de nuestra sociedad, de su empatía y de la fuerza reparadora de la solidaridad. Sin embargo, junto a esta fuerza de cariño y de comprensión, fue creciendo una corriente airada que pretendía hacer justicia a base de gritos y de linchamientos y que pone en cuestión, no una resolución judicial, sino las bases del propio Estado de derecho. Es muy fácil, en casos como el que tratamos, aprovechar la irritación que produce en la sociedad el hecho de que un crimen no quede completamente aclarado y la impotencia ante el fracaso en la búsqueda del cadáver para hacer un tipo de política innoble y engañosa.

En estos días han arremetido contra los jueces o contra las leyes pero, si lo pensamos con tranquilidad, ninguno de los dos son los responsables. El verdadero problema para determinar todas las responsabilidades penales en el caso Marta del Castillo es, sin más, la falta de pruebas, hasta el punto de que la base fundamental de la acusación es la propia confesión de Miguel Carcaño. Por eso, con otras leyes o con otros tribunales el resultado hubiera sido muy parecido.

Soy completamente contraria al establecimiento de la cadena perpetua —revisable o no—, en nuestro ordenamiento legal, así como a toda esta corriente que empuja al endurecimiento de condenas. La historia nos ha demostrado que ese tipo de legislaciones no solo no contribuyen a disminuir los crímenes sino que imposibilitan cualquier reinserción. Además, en España, en contra de lo que popularmente se ha extendido, existe una de las legislaciones más duras del llamado mundo occidental, con el cumplimiento completo da las condenas incluido.

Pero imaginemos que existiera la legislación que los impulsores de estas movilizaciones demandan: otra ley del Menor, cadena perpetua y endurecimiento de las penas pero con las mismas pruebas. ¿En qué hubiera cambiado la situación? Prácticamente en nada. La aplicación de estas nuevas leyes sería absolutamente indiferente en el caso Marta del Castillo.

La cadena perpetua, revisable o no, solo se aplicaría a casos en los que concurran una violencia y crueldad extraordinarias, circunstancias que no parece que hayan sucedido en este crimen. En cuanto al endurecimiento de la ley del Menor, en un grado de complicidad, tampoco sería relevante, más allá de coordinar mejor las sentencias. Finalmente, la condena a Miguel Carcaño a veinte años de prisión es la máxima posible para un caso simple de homicidio.

La ira popular se dirige a que hayan salido absueltos algunos de los imputados por complicidad con el crimen. La explicación es simple y llanamente que no hay pruebas fehacientes de su participación o ¿es que los tribunales pueden condenar a ciudadanos sin las suficientes garantías y pruebas de convicción? Si así fuera, deberíamos decir adiós al Estado de derecho y cualquier ciudadano podría ser enviado a la cárcel por una presunción no fundada.

Una cosa es que los padres y familiares de Marta del Castillo expresen su indignación y su rabia y, otra muy distinta, que convirtamos estos sentimientos en una fuente de derecho y de cambios en la legislación. Es peor, todavía, que algunas fuerzas políticas jueguen con la peligrosa baraja del populismo y de la manipulación, e intenten obtener beneficios electorales del dolor de las víctimas, aunque sea a costa de sembrar la inseguridad, el desconcierto y la ira en nuestra sociedad.

lunes, 8 de febrero de 2010

Resentidos, sociedad anónima



Sobre la ola de postmachismo he escrito este artículo en el País que también puedes pinchar aquí

Hace tiempo me contaron un chiste que dice así: “¿Sabes cuál es la diferencia entre un esquizofrénico y un neurótico? Pues que un esquizofrénico está convencido de que dos y dos son cinco. Sin embargo, un neurótico sabe que dos y dos son cuatro…pero le molesta”. El valor científico de esta afirmación es escaso, pero puede servirnos para entender algunas expresiones de malestar social.
La crisis económica ha dado carta de naturaleza a la expresión de todo tipo de irritaciones. Vivimos en una especie de panmalestar colectivo en el que se mezclan los problemas reales con viejas rencillas o debates sin asimilar. Así ha asomado con inusitada virulencia un malestar ante la igualdad de las mujeres que antes había permanecido convenientemente oculto. Al parecer, los vapores tóxicos contra los cambios igualitarios no se habían disuelto en la atmósfera sino que estaban contenidos en la olla exprés del inconsciente a la espera de una oportunidad para emerger en rápidas turbulencias que se expresan de forma airada y concitan el aplauso o la comprensión de los que han estado cobardemente agazapados. Hay todo un ejército de damnificados por la igualdad de las mujeres que ríen bobaliconamente cuando un juez, un intelectual o un académico pone el marchamo de solvencia profesional a sus neurosis.
Solo así se explica que hayan tardado veinte años en despotricar contra el intento de feminizar un poco el lenguaje, fundamentalmente en aquellos vocablos referidos a la dedicación profesional. La pequeña rebelión de disputar un espacio de visibilidad en el inmenso océano de la lengua les ofende. No es que discrepen, ni que propongan otras soluciones gramaticales o semánticas, sino que les saca de quicio este debate y expresan con él otros malestares más profundos. Dicen - y es verdad- que simplificación y economía son normas básicas del uso de la lengua, que puede resultar reiterativo, pesado y contrario a la comunicación el hecho de incluir el femenino y el masculino en cada frase, pero hacen una caricatura de todo ello y acaban por sacar la pancarta de que el masculino es el genérico inmutable y absoluto de la lengua. Lo razonable es buscar términos neutros, crear y acostumbrarse al femenino en las distintas profesiones sin forzar excesivamente el lenguaje. Hasta hace apenas quince años, centenares de palabras como “jueza”, “diputada”, “presidenta” o “arquitecta” eran anomalías gramaticales y hoy son términos habituales porque resultan útiles para designar nuevas realidades sociales. Un criterio, el de la utilidad, tan básico en la lengua como la simplicidad que alegan sus detractores. Sin embargo, más que los comentarios presuntamente académicos, destaca esa carga de profundidad contra el feminismo repleta de soberbia y de superioridad histórica.
Están hartos de algo que todavía no ha empezado. “Y somos muchos”, advierten. Se adivinan sus caras de fastidio, la turbia irritación que les recorre, en el silencio hostil con que reciben las noticias relacionadas con la igualdad de las mujeres y su alegría ante cualquier contradicción, error o exceso. Llaman sexismo a la igualdad y ecuanimidad a su machismo. Se encogen de hombros ante la discriminación laboral pero tildan de sexista cualquier propuesta para abordarla. Piensan, en suma, que cualquier mujer que aparece en la escena pública, es un patito sujeto al pim-pam-pum de sus frustraciones.
Es mejor responderles con humor y calma, como el que tiene la partida ganada porque, en realidad, no dejan de ser perdedores incluso entre su propio sexo. Son ya muchos los hombres que han hecho suya la causa de la igualdad, que disfrutan del aire más limpio de los nuevos tiempos, que han sabido darle un nuevo sentido al amor, a las relaciones y que han ganado todo un mundo de afectos, de compromisos, de sinceridad que nunca conocerán los que permanecen con el ceño fruncido, como niños que han perdido su juguete favorito.