sábado, 26 de marzo de 2011
El laicismo como ficción
Este es el artículo de esta semana en El País Andalucía
Atónitos nos hemos quedado al conocer que el grupo de estudiantes que exhibieron sus torsos en la capilla de la Universidad Complutense fueron detenidas como peligrosas delincuentes. Patidifusos, cuando nos hemos enterado que se le imputan dos graves delitos contemplados en el código penal y, finalmente, indignados al saber que se acepta una querella criminal de la asociación ultraderechista Manos en Alto, perdón, Manos Limpias.
Vivimos en la ficción de pertenecer a un país laico, nos pavoneamos de nuestro avance cultural y civilizatorio pero estamos instalados en el "quiero y no puedo" de una sociedad que predica no ser confesional mientras mantiene la religión en todos sus espacios públicos e incluso reserva varios artículos en el código penal -y subrayo penal- para castigar a los que se burlen de las creencias religiosas.
El actual código penal tipifica la profanación con penas de hasta dos años de prisión y la ofensa los dogmas, creencias o ritos religiosos con penas de multa de ocho a doce meses. Un artículo ,el 525, de extraña aplicación, porque como compensación contiene una segunda parte que penaliza con iguales condenas a los que hagan públicamente escarnio de quienes no profesan religión o creencia alguna.
De su aplicación se sigue que, si las jóvenes estudiantes cometieron -no una falta o una simple falta de educación- sino un delito contra las creencias religiosas, la Iglesia católica, así como los medios afines, incurren de forma habitual en este mismo delito cuando en numerosos actos públicos denuncian la homosexualidad, se manifiestan contrarios a la igualdad de derechos de las mujeres, o consideran un asesinato la interrupción voluntaria del embarazo, ya que se trata de declaraciones en las que ofenden a todas las personas que no profesan sus mismas creencias. Si los agnósticos y ateos hubiesen ido al juzgado o a la comisaría cada vez que se han visto ridiculizados, censurados e insultados por los representantes de la iglesia y sus apologetas no habría bastantes juzgados en nuestro país para tramitar las denuncias.
Nada de esto ocurriría si las creencias religiosas se situaran en el terreno de lo privado y no se pretendieran imponer, de una u otra forma, a través de las instituciones del estado. El laicismo, lejos de ser un arma contra tal o cual religión, es una garantía del respeto del estado a la conciencia individual y es la base de una convivencia respetuosa con todas las creencias. Muy mal debe ir una religión cuando sólo se puede mantener por una posición de privilegio y de confrontación.
La presencia de capillas, crucifijos y símbolos religiosos abarca todos los espacios de nuestra vida: numerosos hospitales andaluces mantienen en lugares preferentes capillas reservadas al culto católico dentro de sus instalaciones; son muchos los institutos donde falta espacio para las clases pero tienen recintos religiosos; la Diputación de Almería está presidida por un gran Cristo crucificado y en un buen número de Ayuntamientos andaluces, junto a la Constitución española, se coloca un crucifijo testigo de la toma de posesión de los cargos públicos. Pero la presencia más chocante y contradictoria es en la Universidad donde se proclama el pensamiento científico mientras se permanece bajo la advocación de santos y vírgenes. Por si queda alguna duda de esta incompatibilidad, el arzobispo de Granada nos ha aclarado que "la ciencia es peor que la Educación para la Ciudadanía" y ha apuntado que el origen de todos los males que aquejan a la sociedad es "el culto a la razón y la Ilustración francesa". Varios siglos después de que los ilustrados proclamaran la separación de Iglesia y Estado, todavía se debate en los claustros universitarios si se suprimen las capillas, las misas o el patronazgo de quienes defienden la superstición o el misterio frente a la ciencia. ¿De verdad estamos en el siglo XXI?
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sábado, 19 de marzo de 2011
Guadalquivir, español
Este es el artículo que publico hoy en la edición andaluza de El País sobre la sentencia del Tribunal Constitucional:
De un plumazo el Tribunal Constitucional ha suprimido el artículo del Estatuto de Autonomía que atribuía a Andalucía la competencia sobre el Guadalquivir. A simple vista puede parecer que se trata de una decisión estrictamente jurídica. Sin embargo, un análisis más profundo nos puede hacer llegar a la conclusión de que tras la sentencia del Tribunal Constitucional (TC) laten otros argumentos ajenos al debate jurídico. El carácter de exclusividad que marca el Estatuto de Autonomía para la gestión del Guadalquivir, está absolutamente matizado en el texto ya que reserva al Estado la potestad de planificación, de protección medioambiental y de obras públicas de interés general, que son exactamente las exigencias constitucionales.
Si la preocupación del Tribunal Constitucional hubiese sido la atribución de esta competencia exclusiva para la comunidad autónoma, la resolución más ajustada hubiese sido interpretar el artículo o modificarlo para que no existieran dudas de la competencia exclusiva del Estado. Sin embargo, el TC ha optado por suprimir drásticamente el artículo del Estatuto y dejar a Andalucía sin competencia alguna sobre el Guadalquivir.
Tampoco, al autor de este recurso de inconstitucionalidad, el expresidente de Extremadura Juan Carlos Rodríguez Ibarra, le guiaba ninguna defensa de su tierra. Ningún extremeño tiene preocupación alguna por esa pequeñísima parte de los afluentes. Desde que comenzaron las reformas estatutarias, Ibarra clamó contra estos procesos, se opuso con todas sus fuerzas y utilizó el recurso contra el Guadalquivir como una forma de expresar su contrariedad frente a estos nuevos procesos estatutarios. La competencia andaluza sobre el Guadalquivir no quitaba ni un litro de agua a Extremadura. En primer lugar, porque el artículo 51, censurado por el Constitucional, afirmaba que las competencias andaluzas eran solo y exclusivamente sobre las aguas que transcurren por nuestro territorio y, en segundo lugar, porque la pequeña parte del Guadalquivir no andaluz está en el ciclo alto del río de forma que ninguna decisión andaluza puede mermar su cauce o sus aprovechamientos. Así lo entendieron las comunidades de Murcia o de Castilla-La Mancha que no se sumaron al recurso de inconstitucionalidad a pesar de las presiones que recibieron, entre otros, del Ministerio de Medio Ambiente.
El caso del Duero, con el que se nos pretende consolar y comparar, es absolutamente distinto. No solo afecta a otras comunidades sino que gran parte de su cauce pertenece a Portugal. El Guadalquivir es el único caso de un gran río que nace y muere en una comunidad autónoma.
Andalucía ha aceptado siempre la unidad de cuenca, la planificación general del ciclo hidráulico y los criterios de solidaridad en materia de aguas. ¿A cuento de qué viene esgrimir estos argumentos contra la gestión andaluza del río? El artículo andaluz ha sido además analizado por el TC a la luz, no de las previsiones constitucionales, sino de una ley, la de Aguas, que tiene menor rango que el propio Estatuto de Autonomía. Insisto en que si estas eran las preocupaciones reales, el TC debería haber matizado o modificado el artículo del Estatuto pero en ningún caso suprimir cualquier tipo de competencias de Andalucía.
El 99,2% de los aprovechamientos del Guadalquivir pertenecen a Andalucía, forma parte de nuestro patrimonio natural y cultural, al tiempo que ha articulado nuestro territorio, ¿Es lógico que nuestra comunidad no tenga competencia alguna sobre este río? ¿Es acaso, el Guadalquivir de todos, excepto de los andaluces? Ahora, la única salida posible para no humillar a Andalucía es una delegación de competencias por parte del Estado con carácter de urgencia. Porque no son consideraciones jurídicas las que han llevado al TC a mutilar el Estatuto de Autonomía para Andalucía, sino un concepto del Estado jerárquico y centralizado que ya ensayó en la sentencia del Estatuto catalán y que supone una decidida involución autonómica.
De un plumazo el Tribunal Constitucional ha suprimido el artículo del Estatuto de Autonomía que atribuía a Andalucía la competencia sobre el Guadalquivir. A simple vista puede parecer que se trata de una decisión estrictamente jurídica. Sin embargo, un análisis más profundo nos puede hacer llegar a la conclusión de que tras la sentencia del Tribunal Constitucional (TC) laten otros argumentos ajenos al debate jurídico. El carácter de exclusividad que marca el Estatuto de Autonomía para la gestión del Guadalquivir, está absolutamente matizado en el texto ya que reserva al Estado la potestad de planificación, de protección medioambiental y de obras públicas de interés general, que son exactamente las exigencias constitucionales.
Si la preocupación del Tribunal Constitucional hubiese sido la atribución de esta competencia exclusiva para la comunidad autónoma, la resolución más ajustada hubiese sido interpretar el artículo o modificarlo para que no existieran dudas de la competencia exclusiva del Estado. Sin embargo, el TC ha optado por suprimir drásticamente el artículo del Estatuto y dejar a Andalucía sin competencia alguna sobre el Guadalquivir.
Tampoco, al autor de este recurso de inconstitucionalidad, el expresidente de Extremadura Juan Carlos Rodríguez Ibarra, le guiaba ninguna defensa de su tierra. Ningún extremeño tiene preocupación alguna por esa pequeñísima parte de los afluentes. Desde que comenzaron las reformas estatutarias, Ibarra clamó contra estos procesos, se opuso con todas sus fuerzas y utilizó el recurso contra el Guadalquivir como una forma de expresar su contrariedad frente a estos nuevos procesos estatutarios. La competencia andaluza sobre el Guadalquivir no quitaba ni un litro de agua a Extremadura. En primer lugar, porque el artículo 51, censurado por el Constitucional, afirmaba que las competencias andaluzas eran solo y exclusivamente sobre las aguas que transcurren por nuestro territorio y, en segundo lugar, porque la pequeña parte del Guadalquivir no andaluz está en el ciclo alto del río de forma que ninguna decisión andaluza puede mermar su cauce o sus aprovechamientos. Así lo entendieron las comunidades de Murcia o de Castilla-La Mancha que no se sumaron al recurso de inconstitucionalidad a pesar de las presiones que recibieron, entre otros, del Ministerio de Medio Ambiente.
El caso del Duero, con el que se nos pretende consolar y comparar, es absolutamente distinto. No solo afecta a otras comunidades sino que gran parte de su cauce pertenece a Portugal. El Guadalquivir es el único caso de un gran río que nace y muere en una comunidad autónoma.
Andalucía ha aceptado siempre la unidad de cuenca, la planificación general del ciclo hidráulico y los criterios de solidaridad en materia de aguas. ¿A cuento de qué viene esgrimir estos argumentos contra la gestión andaluza del río? El artículo andaluz ha sido además analizado por el TC a la luz, no de las previsiones constitucionales, sino de una ley, la de Aguas, que tiene menor rango que el propio Estatuto de Autonomía. Insisto en que si estas eran las preocupaciones reales, el TC debería haber matizado o modificado el artículo del Estatuto pero en ningún caso suprimir cualquier tipo de competencias de Andalucía.
El 99,2% de los aprovechamientos del Guadalquivir pertenecen a Andalucía, forma parte de nuestro patrimonio natural y cultural, al tiempo que ha articulado nuestro territorio, ¿Es lógico que nuestra comunidad no tenga competencia alguna sobre este río? ¿Es acaso, el Guadalquivir de todos, excepto de los andaluces? Ahora, la única salida posible para no humillar a Andalucía es una delegación de competencias por parte del Estado con carácter de urgencia. Porque no son consideraciones jurídicas las que han llevado al TC a mutilar el Estatuto de Autonomía para Andalucía, sino un concepto del Estado jerárquico y centralizado que ya ensayó en la sentencia del Estatuto catalán y que supone una decidida involución autonómica.
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sábado, 12 de marzo de 2011
La derecha libertaria
Artículo publicado en el País Andalucía
Pertenezco a una generación en la que entrar en política no solo no te ofrecía ningún tipo de prebendas, sino que te privaba de tus medios de vida más elementales. Perdías el trabajo, la beca de estudios y si pertenecías a una familia conservadora, te encontrabas de pronto en la calle, sin más amparo que tus amigos ni más consuelo que la generosidad de los extraños que te ofrecían gratis su refugio. Miles de jóvenes, con dieciséis o dieciocho años, emprendimos ese exilio familiar. Nos marchábamos de casa en busca de la libertad con unos cuantos discos y libros bajo el brazo, mientras nuestras madres se enjugaban las lágrimas al escuchar a Serrat cantar esa balada del desamparo: "Nena, ¿qué va a ser de ti?"
Y eso teniendo suerte. Mucha suerte. La de haber conocido solamente los coletazos del antiguo régimen porque tan solo unos cuantos años antes de esa masiva traslación de las conciencias, los jóvenes que se atrevían a enarbolar banderas de libertad, eran apaleados, torturados en las comisarías o condenados por el Tribunal de Orden Público por distribuir propaganda ilegal, en las que la palabra "libertad" destacaba con grandes letras. Mientras, José María Aznar participaba en un sindicato de inspiración falangista y Mariano Rajoy comenzaba su prolífica carrera de mirar hacia otro lado, ajeno a las ansias de libertad de su generación.
Hacíamos política con nuestro cuerpo, con nuestras vidas, con nuestros gustos musicales, con nuestra forma de vestir. Convertíamos cada gesto cotidiano en el campo de batalla de una sublevación contra la tiranía de la uniformidad y de la dictadura. Nos ahogábamos en un aire viciado de prohibiciones, de límites, de censuras y de imposiciones. Amábamos la libertad y odiábamos la injusticia, allá donde se produjera.
La derecha española era pura prohibición, excepto en el ámbito de lo privado, donde afirmaban la suprema libertad -del varón, claro está- de hacer lo que quisiera con su hacienda o con las vidas de las mujeres o de sus hijos. La violencia de género, el castigo a los hijos, el capricho de las decisiones domésticas, era el sagrado refugio de un reino individual en el que ningún poder político tenía derecho a regular.
Sin embargo, la derecha se ha vuelto bruscamente libertaria. Aznar lo proclamó, melena al viento: "Déjenme que conduzca como quiera o que beba lo que quiera". Lo ratifica Rajoy: "Menos prohibiciones, menos regulaciones, menos leyes". ¿De qué habla la derecha cuando se refiere a la libertad? ¿la de consumir sin freno los recursos naturales? ¿la de pagar con el dinero público la escuela religiosa? ¿la que garantiza a grandes empresas y bancos mover sus capitales sin regulación alguna? ¿la de reducir los impuestos a los poderosos? La derecha española no tiene inconvenientes en combinar su canto a la libertad con la sumisión a la jerarquía católica, la incomodidad ante los nuevos derechos de las mujeres, la oposición al matrimonio homosexual o la petición de más regulaciones contra los inmigrantes. No es gratuito que Rajoy exalte el 8 de marzo, como máxima libertad de las mujeres la de dedicarse en cuerpo y alma a su hogar. Voluntariamente, claro.
Su demanda de libertad no es tal sino una nueva forma de llamar al individualismo feroz que no acepta el derecho a la igualdad de los seres humanos, que no consentirá regulación ninguna de los mercados aunque nos lleven al borde del abismo y que no está dispuesto a cambiar los hábitos de consumo que ponen en peligro la existencia de nuestro planeta.
No es un fenómeno típicamente español. La derecha internacional se niega a regular los mercados, a aprobar protocolos medioambientales o a dar a las personas igual libertad que a las mercancías. "Fuera regulaciones, normativas y leyes" exclaman. No es un cántico a la libertad, sino al mercado y una granada lanzada contra el poder equilibrador de las democracias.
Pertenezco a una generación en la que entrar en política no solo no te ofrecía ningún tipo de prebendas, sino que te privaba de tus medios de vida más elementales. Perdías el trabajo, la beca de estudios y si pertenecías a una familia conservadora, te encontrabas de pronto en la calle, sin más amparo que tus amigos ni más consuelo que la generosidad de los extraños que te ofrecían gratis su refugio. Miles de jóvenes, con dieciséis o dieciocho años, emprendimos ese exilio familiar. Nos marchábamos de casa en busca de la libertad con unos cuantos discos y libros bajo el brazo, mientras nuestras madres se enjugaban las lágrimas al escuchar a Serrat cantar esa balada del desamparo: "Nena, ¿qué va a ser de ti?"
Y eso teniendo suerte. Mucha suerte. La de haber conocido solamente los coletazos del antiguo régimen porque tan solo unos cuantos años antes de esa masiva traslación de las conciencias, los jóvenes que se atrevían a enarbolar banderas de libertad, eran apaleados, torturados en las comisarías o condenados por el Tribunal de Orden Público por distribuir propaganda ilegal, en las que la palabra "libertad" destacaba con grandes letras. Mientras, José María Aznar participaba en un sindicato de inspiración falangista y Mariano Rajoy comenzaba su prolífica carrera de mirar hacia otro lado, ajeno a las ansias de libertad de su generación.
Hacíamos política con nuestro cuerpo, con nuestras vidas, con nuestros gustos musicales, con nuestra forma de vestir. Convertíamos cada gesto cotidiano en el campo de batalla de una sublevación contra la tiranía de la uniformidad y de la dictadura. Nos ahogábamos en un aire viciado de prohibiciones, de límites, de censuras y de imposiciones. Amábamos la libertad y odiábamos la injusticia, allá donde se produjera.
La derecha española era pura prohibición, excepto en el ámbito de lo privado, donde afirmaban la suprema libertad -del varón, claro está- de hacer lo que quisiera con su hacienda o con las vidas de las mujeres o de sus hijos. La violencia de género, el castigo a los hijos, el capricho de las decisiones domésticas, era el sagrado refugio de un reino individual en el que ningún poder político tenía derecho a regular.
Sin embargo, la derecha se ha vuelto bruscamente libertaria. Aznar lo proclamó, melena al viento: "Déjenme que conduzca como quiera o que beba lo que quiera". Lo ratifica Rajoy: "Menos prohibiciones, menos regulaciones, menos leyes". ¿De qué habla la derecha cuando se refiere a la libertad? ¿la de consumir sin freno los recursos naturales? ¿la de pagar con el dinero público la escuela religiosa? ¿la que garantiza a grandes empresas y bancos mover sus capitales sin regulación alguna? ¿la de reducir los impuestos a los poderosos? La derecha española no tiene inconvenientes en combinar su canto a la libertad con la sumisión a la jerarquía católica, la incomodidad ante los nuevos derechos de las mujeres, la oposición al matrimonio homosexual o la petición de más regulaciones contra los inmigrantes. No es gratuito que Rajoy exalte el 8 de marzo, como máxima libertad de las mujeres la de dedicarse en cuerpo y alma a su hogar. Voluntariamente, claro.
Su demanda de libertad no es tal sino una nueva forma de llamar al individualismo feroz que no acepta el derecho a la igualdad de los seres humanos, que no consentirá regulación ninguna de los mercados aunque nos lleven al borde del abismo y que no está dispuesto a cambiar los hábitos de consumo que ponen en peligro la existencia de nuestro planeta.
No es un fenómeno típicamente español. La derecha internacional se niega a regular los mercados, a aprobar protocolos medioambientales o a dar a las personas igual libertad que a las mercancías. "Fuera regulaciones, normativas y leyes" exclaman. No es un cántico a la libertad, sino al mercado y una granada lanzada contra el poder equilibrador de las democracias.
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sábado, 5 de marzo de 2011
Jóvenes en dos mundos
Hoy publico este artículo en El País sobre la situación de los jóvenes a ambos lados del Estrecho:
Ellos tienen hambre de libertad; los nuestros creen que, como el aire o el agua, es el medio natural para desenvolver sus vidas. Ellos tienen sed de información y manipulan las redes para esquivar la terrible censura de sus gobernantes; los nuestros acechan los atajos para bajarse las películas o la música gratis. Ellos hablan del futuro de sus países; los nuestros solo hablan el idioma del presente. Ellos respiran confianza en su futuro, entre los botes de humo o el ruido de los disparos; los nuestros reflejan una desesperanza sin límites. Ellos saben autoorganizarse, identificar objetivos comunes y actuar en grupo; los nuestros practican un individualismo feroz en el éxito o en el fracaso. Para aquellos, la política es un instrumento útil para transformar la realidad; para los nuestros, un conjunto de anquilosadas instituciones que cada vez deciden menos sobre los asuntos realmente importantes.
Las aguas del Estrecho parecen contener un mar de mercurio. En los puertos de la vieja Europa, la política ha sido sustituida por instituciones monetarias que nadie ha elegido pero que nos dictan las directrices de unos mercados cuyo rostro no conocemos. La libertad individual se ha afirmado hasta el punto que nadie podría vivir sin ella, pero el sentido real de la democracia como poder del pueblo naufraga en la tormenta de los mercados. Mientras, al otro lado del Estrecho, voces estremecedoramente jóvenes vuelven a lustrar la deslucida moneda de la libertad y la democracia, en países que solo pensábamos que sabían entonar el idioma del fanatismo religioso.
No hay paralelismo perfecto entre la situación de los jóvenes en las dictaduras del Magreb u Oriente Próximo y los de nuestros países europeos. Pero a ambos lados del Estrecho hay una fuerza juvenil con mejor preparación que sus padres, que chocan con un mercado laboral y con una sociedad ajena. Aquellos necesitan revoluciones porque tienen que sacudirse dictaduras y mordazas. Pero nuestros jóvenes occidentales necesitan cambios económicos y sociales con urgencia.
Habla elocuentemente del envejecimiento de nuestra cultura política el hecho de que, en medio de la mayor crisis económica y ecológica, los debates más apasionados sean sobre si tenemos o no derecho a conducir a gran velocidad o fumar en los establecimientos públicos. Discusiones decadentes de personas anquilosadas en sus viejos vicios de velocidad o de posesiones. Urge un rejuvenecimiento inmediato de la política, de sus contenidos y de sus formas, pero es imposible cuando hemos expulsado a los jóvenes del debate público y los hemos convertido en un producto de consumo, o en el escalón más bajo de nuestra cadena laboral.
"Sobretitulación" llaman algunos al despilfarro de que ingenieros industriales estén sirviendo copas en los bares nocturnos. "Contratación temporal" llaman a trabajos de una hora en la que los gastos superan a los ingresos obtenidos. "Contrato en prácticas" a recibir la mitad del sueldo o no estar de alta en la Seguridad Social y "experiencia en el extranjero" a lo que siempre se ha denominado emigración forzosa.
No ha habido nunca una época que denigre tanto a los jóvenes al tiempo que ensalza la juventud como única estética oficial. Los problemas de los jóvenes se presentan en términos conflictivos (delincuencia, drogas, falta de esfuerzo) mientras se utiliza su cuerpo como objeto de consumo y reducimos su tiempo vital a un carpe diem eterno. No ha habido una sociedad que desconozca más a sus jóvenes, su preparación y conocimientos, su esfuerzo ante una sociedad tan altamente competitiva o sus valores, mucho más ecológicos y solidarios que los nuestros. Es una pena que permanezcan ajenos a la política en vez de inventar su propia forma de hacerla. Es un error que hayan renunciado a gobernar su realidad. Pero un día de estos, nuestros jóvenes apáticos recogerán su desesperanza y la transformarán en algún sueño. Al menos eso espero.
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¡Viva España, coño!
La conmemoración del 30 aniversario del 23-F ha dejado sin aclarar el aglutinante ideológico que llevó a los conocidos cuatreros a desembarcar en el Congreso de los Diputados. Si hubiera que reducir a una única frase su estrechísimo ideario, podríamos decir que les impulsaba el odio al Estado de las Autonomías.
El pensamiento político de la ultraderecha española se ha nutrido siempre de la fobia a la pluralidad de España. “!Viva España, coño!” es la divisa que los golpistas utilizaban para darse ánimos tras las primeras horas del golpe de estado. Un grito que pronunciado en tono exaltado, significaba la muerte de las autonomías y de la pluralidad de nuestro país. Un grito que no es concebible si se sustituye la palabra España por Andalucía porque esta última nunca se ha pronunciado contra nadie.
La autonomía andaluza estuvo a punto de morir antes incluso de nacer. Andalucía no sólo tuvo que conquistar, palmo a palmo, su autonomía y ganar un referéndum amañado en el histórico 28-F, sino que la tramitación de su estatuto de autonomía se hizo bajo el ruido de sables y los bufidos de los generales, que veían en el proceso andaluz una peligrosa mezcla de populismo social y de autogobierno. El hecho de que Andalucía abriera la puerta a la autonomía plena para todas las comunidades producía en las cúpulas militares una irritación especial, una confirmación de sus delirios de una España rota y roja. No es casual que el 23F coincidiera con la tramitación final del primer Estatuto de Autonomía de Andalucía, que los diputados ratificaron en Córdoba dos días después de la entrada de Tejero en el Congreso.
Ahora, los nuevos voceros contra las autonomías afirman que no tienen razones ideológicas similares a las de la ultraderecha y que su propuesta es ideológicamente aséptica. Sin embargo las similitudes siguen siendo abrumadoras. La FAES ha lanzado una campaña antiautonómica que fue presentada por Jose María Aznar con el argumento de que es necesario limitar la capacidad de decisión de las autonomías y modificar la Constitución a fin de “preservar el derecho de la nación española a decidir su propio destino libremente, a trabajar por su prosperidad y a permanecer unida”. La visión de un estado español amenazado, arruinado y casi roto por las autonomías es compartida absolutamente por Falange Española, quien ha lanzado también una campaña política bajo el título “Contra las autonomías”. Por su parte, los medios de comunicación de la llamada “caverna mediática”, han convertido a las autonomías en la diana preferida de sus venenosos dardos en una campaña de desprestigio político sin precedentes.
En política, como es bien sabido, no existen las casualidades. Todos los actores son conscientes de sus entradas y salidas de escena, de sus parlamentos y de sus silencios. La vieja derecha ha encontrado el momento ideal para recuperar su rancio ultranacionalismo español. Para abrazar por completo estas tesis, el problema del PP sigue siendo Andalucía. La Comunidad de Madrid, aplaude el discurso españolista enraizado y constitutivo de su propia existencia, una vez que fracasó las refundación cultural y laica de Tierno Galván. En el País Vasco y en Cataluña, el PP no aspira a ser fuerza mayoritaria y se ha instalado en posturas españolistas que representan un diez o quince por ciento del electorado. Pero en Andalucía, cualquier partido político que no abrace con fuerza la defensa de la autonomía está condenado al fracaso. Se demostró en la tramitación del nuevo estatuto de autonomía, cuando el PP sintió vértigo a una negativa que le hiciera repetir con Andalucía los errores del pasado; se constata en la escenografia de los mítines andaluces del PP donde han impuesto que sea más visible la bandera andaluza que la roja y gualda (¿no me digan que no se han fijado?).
Lo anterior demuestra dos cosas: la primera y más importante, que el estado de las autonomías sigue vivo, en gran medida, porque existe Andalucía y, segundo, que el PP debería explicar –parafraseando a Machín- cómo se pueden tener dos discursos a la vez… y no estar loco.
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