Publicado en ANDALUCES DIARIO
Me da cierto pudor escribir sobre personas a las que aprecio. Ante
todo está la verdad y el cariño es una tela a veces sutil que puede
desdibujar la realidad. Hice amistad con Pepe Griñán cuando estábamos
en plena redacción del nuevo Estatuto de Autonomía. Las discusiones
eran frecuentes y los desacuerdos numerosos. Pero él tenía verdadera
pasión por el debate de las ideas e irrumpía en mi despacho cargado de
papeles, con nuevos argumentos y redacciones que intentaban conciliar
propuestas.
Acostumbrada a un ejercicio del poder propio y ajeno que apenas
resistía la divergencia, y que acostumbraba a entonar la frase de la
reina de Alicia en el País de las Maravillas, “que le corten la cabeza” a
cualquier asomo de discrepancia, me pareció fascinante la integridad democrática de este personaje, amante del debate, enamorado de la controversia documentada, que compartía la honradez intelectual por los hechos.
Me sorprendió su ascenso a Presidente de la Junta de Andalucía. Pepe
nunca había formado parte del núcleo de dirección; no conocía las
entrañas del poder de su propia organización y era de una inocencia
sorprendente en materia de aparatos internos. Durante un tiempo lo vi
perdido, sorprendido por las luchas de poder de su propia organización,
hasta que consiguió una cuota de poder real, arrancada a duras penas de
una organización dividida.
Le ha tocado la etapa más difícil de la historia reciente de
Andalucía, con una crisis galopante, las arcas vacías, el modelo
económico ruinoso y el crédito político casi agotado por la corrupción y
la desconfianza ciudadana. Griñán emprendió una revisión seria de su
pensamiento. No es que se haya radicalizado, ni abandonado sus viejas
convicciones socialdemócratas, sino que es muy consciente de que en una
fase en la que los poderes económicos aniquilan el sueño del estado del
bienestar, es necesario afirmar la supremacía de la política, construir
un discurso fuerte y potente del socialismo democrático alejado de las
terceras vías que han dejado fuera de juego a gran parte de los partidos
socialistas europeos.
Con este equipaje, se embarcó con ilusión en unas elecciones
autonómicas separadas que casi todos sus compañeros daban por perdidas.
Asumió el costo político del caso de los ERES, esa mancha infame de
corrupción que se gestó cuando él ni siquiera estaba en Andalucía. No
consiguió que el PSOE fuese la lista más votada, pero sí los escaños
suficientes para gobernar en una alianza con IU que le resulta cómoda,
no por falta de exigencias, sino por una amplia coincidencia ideológica.
Sin que entrara en sus cálculos, se ha convertido en la voz más
poderosa del PSOE en la actualidad. En un escenario de derrota, en un
desierto político, lo que haga y piense Andalucía es absolutamente
determinante en el PSOE. Pero en el PSOE no ocurre nada. Rubalcaba
administra el tiempo como si fuese eterno. Sabe perfectamente que la
renovación es ya una necesidad acuciante, pero no está dispuesto a abrir
el debate sucesorio bajo la hegemonía andaluza. Mientras
encuesta tras encuesta, se derrumba la intención de voto al PSOE, su
cúpula dirigente no despierta de su sueño eterno y su nostalgia de
pasado.
Ahora Pepe Griñán anuncia que no se presentará a la reelección. Y lo
hace con una prisa inusitada, con un calendario apretado, con una
determinación sin asomo de duda. ¿Qué ha pasado, o qué no ha pasado para
que haga este anuncio en una situación política relativamente tranquila
en Andalucía, con un PP descabezado y ausente? Seguramente no vamos a
saberlo. Es posible que intente forzar el proceso de renovación del
PSOE; es probable que esté cansado de las viejas artimañas que apenas
se disimulan.
Ha afirmado que los nuevos tiempos necesitan nuevas políticas y que
las recetas del pasado, aunque fuesen en su momento exitosas, ya no
servirán para el futuro. Y creo que da en el clavo. Hacen falta nuevas
voces y proyectos. Los tiempos del desarrollismo y de la política
jerárquica se han acabado. Ha hablado un lenguaje de renovación que el
PSOE nunca quiso aceptar: limitación de mandatos, control ciudadano de
las acciones públicas, un discurso sereno y racional dirigido a la
ciudadanía, que no a la vieja guardia. Y me asalta la duda de si la
renuncia es el impuesto que tienen que pagar los justos para abrir
espacio a sus ideas.
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