Desde que comenzó la crisis, nuestras casas se han empobrecido pero a nuestra mesa acuden diariamente la Comisión Europea, los hombres de negro de la troika y un representante del Gobierno. Nos miran con desdén. Cuchichean entre ellos. Se entrecruzan miradas de complicidad.
Mientras comemos o comentamos las últimas notas del niño en el colegio, manifiestan su total desaprobación con nuestras vidas. “Demasiado gasto”, susurran. “Excesivos salarios”, argumentan. “Muchos subsidios”, concluyen. Toman apresuradas notas y a la semana siguiente se habrá volatilizado algún servicio y alguno de nuestros derechos.
Nos tienen realmente hartos de sus exigencias, de sus malos modales, de la superioridad con que contemplan nuestras vidas. Su ritmo de recortes es tan bestial que no nos da tiempo siquiera a comentarlos con detenimiento. Tasas, recortes de salarios, supresión de derechos, pagos y repagos, cierres de servicios se amontonan sobre nuestras espaldas.
Hace mal tiempo y mal gobierno. Porque está ahí, como un nubarrón estático en el cielo, amenazante ante cualquier rayo de esperanza. Nunca habíamos estado tan cansados. Nunca un año y medio de gobierno se nos había hecho tan largo. Tras la pesadilla de los viernes, en los que escriben en el BOE nuestras futuras desdichas, los odiosos invitados acuden nuevamente a nuestra mesa, repiten sus gestos de reprobación e idean nuevas formas de exprimir nuestras vidas.
La pesadilla se ha hecho tan recurrente que todo el mundo busca un pequeño asidero al que agarrarse. Y ahora se llama Andalucía. Una tierra plagada de problemas, con un paro estremecedor, con graves problemas en su estructura económica, es ahora sin embargo una pequeña esperanza política. La desconfianza secular de gran parte de los andaluces en la derecha política, le negó al PP la mayoría absoluta que hubiera culminado su poder omnímodo en las instituciones. Esta tierra conocía los recortes antes de que se produjeran, barruntó las privatizaciones de servicios que todavía estaban celosamente escondidas en los cajones y receló de las reformas agazapadas en los papeles de la FAES, sobre el regazo de Aznar. Andalucía buscó un contrapunto, una defensa ante los tiempos hostiles que se avecinaban.
Está a la espera. Tras un año especialmente duro, en el que el Gobierno andaluz ha empleado más energía en la defensa que en la propuesta, empiezan a aparecer algunos decretos sobre pobreza, desahucios o paro juvenil. Son medidas modestas que no van a solucionar los graves problemas de nuestra tierra. Han resultado tan llamativas porque son las únicas normativas que, en mucho tiempo, dan algo a los de abajo, ofrecen derechos en vez de suprimirlos, o buscan empleo en vez del desprestigio del parado.
La crisis tiene su letra pequeña, su código de señales, sus centros de experimentación. Valencia ha sido la avanzadilla de la privatización sanitaria, Madrid del desprestigio de los servicios públicos, Baleares del trato desigual a los emigrantes. Las cosas que ocurren allí no son concebibles en nuestra tierra. Ningún sanitario retiraría una prótesis a un enfermo por falta de pago; ningún médico se negaría a hacer pruebas médicas a un inmigrante, causándole la muerte; ningún sector aprobaría la privatización de los hospitales públicos y que la enseñanza privada fuese mayoritaria. No es el gobierno, es el pueblo quien no comparte esas claves. O dicho de otra manera, en Andalucía hay un gobierno diferente porque el pueblo, contra todo pronóstico, pidió una política distinta.
Por eso Andalucía puede ser un banco de pruebas de una política de rostro humano, de carácter ciudadano, de vinculación democrática. Nada de estridencias ni de sonsonetes falsos. Sacar lo mejor de la sociedad, alimentar nuevos proyectos, aprovechar experiencias y fomentar la cultura de la cooperación. Para este camino, sobran los miedos y los viejos vicios del poder. Falta apertura, confianza y decisión. Y mandar a paseo a los hombres de negro, de gris y de azul que se han adueñado de nuestro salón.
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