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lunes, 1 de julio de 2013

EL NOMBRE BUENO DE LAS COSAS MALAS


Publicado en el País de Andalucía

 “Cuando quieran hacer algo malo, busquen un nombre bueno”, es el consejo de los expertos internacionales en comunicación.Y el ministro de Educación, José Ignacio Wert, lo ha tomado al pie de la letra. Ha cambiado el término exclusión por excelencia y lo ha dirigido como una bomba de relojería contra los estudiantes sin recursos económicos. Ha empleado la palabra “pobre” con profusión, “excelencia” con delectación y ha acusado a Andalucía de tener demasiados estudiantes sin recursos en la Universidad. Para finalizar ha afirmado que está dispuesto a ser duro con los pobres por que “cuando se recibe dinero público, es lógico pedir un esfuerzo extraordinario”.
 
   La ideología de la derecha es muy hábil en hacer creer a la clase media, que hay una horda de holgazanes viviendo a nuestra cuenta. Es una vieja estrategia de tensión y de confrontación que intenta servir de válvula de escape a unas clases medias cada vez más empobrecidas por la crisis. Por eso, es muy importante que la verdadera información y que la pedagogía nos ayuden a separar los argumentos ficticios de los reales.

   Antes de que ningún lector se apunte a las tesis de Wert es conveniente conocer la realidad. La Universidad se sufraga fundamentalmente con dinero público. Dependiendo de la Comunidad, las tasas solo suponen entre el 15% y el 25% del coste total del servicio universitario. En Andalucía, al haber mantenido las tasas en su horquilla más baja, la subvención pública cubre el 85% del coste universitario en la primera matrícula. En consecuencia, no solamente están becados los “pobres” sino que la totalidad de los estudiantes universitarios disfrutan de una “beca” porque sus estudios son financiados con los impuestos de toda la ciudadanía. Curiosamente, el 80% de estos impuestos procede de trabajadores y, casi el 40% de cotizantes mileuristas. Por eso, todos los que hemos estudiado en la Universidad, incluido el ministro Wert, hemos sido becarios. Sin embargo, solo hablamos de control del dinero público y del esfuerzo para referirnos a los estudiantes a los que ofrecemos un pequeño plus en forma de beca oficial.
 
    Es más, cuando el ministerio niega ayudas públicas a un estudiante por haber suspendido alguna asignatura, no está defendiendo ningún criterio de excelencia de la educación universitaria. Simplemente lo condena a la exclusión mientras sigue regando con dinero público los estudios de su compañero de aulas que ha suspendido el curso completo.

   El término “excelencia” se ha convertido en el caballo de Troya de la exclusión social, en un arma arrojadiza contra los estudiantes sin recursos, mientras la verdadera excelencia universitaria se desangra por la fuga de cerebros jóvenes al extranjero o se guillotina con el recorte brutal a la investigación.

  Si alguien piensa que el debate sobre las becas solo atañe a las personas sin recursos algunos, se equivoca gravemente. En esta primera fase del proyecto educativo de la FAES, se trata de reducir a la mitad el número de alumnos sin recursos que pueblan las aulas universitarias, pero tras este ajuste, se pretende “adecuar las tasas universitarias a sus costes reales”, es decir, encarecer de forma exponencial el acceso a la Universidad.

   Aunque a las clases medias les guste pensar que su futuro está ligado a los sectores de mayor nivel adquisitivo, la realidad es que el empobrecimiento galopante y el recorte de los servicios públicos acabarán con ellas. De hecho, los precios de los másteres y estudios postgrado son ya un factor de selección económica, que no académica, del currículo de nuestros jóvenes. Por eso, el debate sobre la excelencia, planteado en estos términos, acabará siendo una trampa que devorará el modelo universitario. Esta medida es el primer paso para imponer nuevas restricciones, mayores tasas y privatizaciones de este servicio. Los que aplauden la retirada de becas, que vayan preparando cien o 200.000 euros para que estudien los jóvenes del futuro. Avisados estamos.

martes, 8 de enero de 2013

DE LAS MAREAS AL TSUNAMI


Publicado en el País Andalucía

           Se están agotando los colores del arco iris. O dicho bajo el prisma mercantil de Esperanza Aguirre: se están enriqueciendo los vendedores de camisetas, pegatinas y pancartas. Es posible que hayamos comprado menos ropa de temporada que nunca, pero empezamos a tener una colección de camisetas con todos los colores del arco iris.

          Si hace tres años alguien nos hubiera dicho que veríamos a los jueces y magistrados en manifestación a la puerta de los juzgados, lo hubiéramos tildado de loco. Si alguien nos hubiera contado que ese cirujano tan serio, esa nefróloga tan inaccesible, iba a estar en la puerta del hospital participando en una manifestación contra los planes del Gobierno, le hubiéramos respondido que sueña despierto.
Antes de la crisis solo conocíamos puntuales mareas rojas de trabajadores que iban jalonando de cruces negras el lento desangrar industrial o productivo de nuestro país o que señalaban la marcha inexorable de unas privatizaciones salvajes. Eran movilizaciones de monos azules, de pancarta roja, de puño en alto y de presencia sindical.

           Ahora, junto a esas movilizaciones que todavía persisten y que rompen los restos del encaje industrial de nuestras ciudades —como el doloroso cierre de Roca— , aparecen nuevas formas de protesta y nuevos protagonistas que toman la calle en forma de movimientos marítimos que van o vienen, pero que son constantes, masivos y sorprendentes.

           Conforme se avanza en el empobrecimiento de las clases medias y en el desmantelamiento de los servicios públicos, surgen mareas de protestas que se expresan con colores propios pero que tienen más semejanzas entre sí que diferencias. Profesores y alumnado pusieron en marcha una marea verde de esperanza en el sistema educativo; el personal sanitario y los pacientes crearon una marea blanca que rodea hospitales y centros de salud. Desde el interior de los juzgados nació la marea amarilla, por la igualdad ante la justicia y contra las tasas judiciales; desde miles de hogares surgió una marea naranja que denuncia el desmantelamiento de la atención a la dependencia y a los servicios sociales. Curiosamente, la única marea no organizada, no visible, es ese abismo oscuro del paro, en el que navegan casi seis millones de personas.
Las mareas reivindicativas no son en absoluto corporativas. Entre los cientos de manifiestos, plataformas y anuncios, resulta prácticamente imposible detectar una reclamación que no sea general, de mejora de la sociedad en su conjunto, de resistencia al recorte de derechos sociales. Hay en estas mareas el intento de dar voz a los que no la tienen, de hacer pedagogía con la protesta y mostrar que el camino emprendido nos empobrece a todos y ahonda el abismo de desigualdad social.

            Son mareas sectoriales, que no corporativas, que tienen mucho en común pero que, como diría el poeta, no desembocan en algo general porque no hay cauce, instrumentos ni instituciones que representen su esperanza y que tengan el prestigio necesario para acogerla en sus únicas manos. No son movimientos antipolíticos o antisindicales. De hecho, la mayor parte del sindicalismo participa en ellas y se reciben con los brazos abiertos los apoyos puntuales de las fuerzas políticas pero no delegan su representación en ninguno de ellos. Son, en realidad, un gran movimiento ciudadano que acaba de emerger y que tantea nuevas formas de expresión. Han aprendido del 15M pero no son el 15M; necesitan del concurso de la política pero desconfían de su sinceridad y de su altura de miras.

           El problema es que para conseguir los cambios que proponen y poner fin al acoso de los servicios públicos necesitan convertir esas mareas de colores que llegan a nuestras playas en un gran tsunami de esperanza y de unidad. De momento el Gobierno estudia cómo frenar todo tipo de protestas. Es posible que su sismógrafo les alerte de que, allá en lontananza, hay un movimiento de unidad de este arco iris.