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martes, 8 de enero de 2013

DE LAS MAREAS AL TSUNAMI


Publicado en el País Andalucía

           Se están agotando los colores del arco iris. O dicho bajo el prisma mercantil de Esperanza Aguirre: se están enriqueciendo los vendedores de camisetas, pegatinas y pancartas. Es posible que hayamos comprado menos ropa de temporada que nunca, pero empezamos a tener una colección de camisetas con todos los colores del arco iris.

          Si hace tres años alguien nos hubiera dicho que veríamos a los jueces y magistrados en manifestación a la puerta de los juzgados, lo hubiéramos tildado de loco. Si alguien nos hubiera contado que ese cirujano tan serio, esa nefróloga tan inaccesible, iba a estar en la puerta del hospital participando en una manifestación contra los planes del Gobierno, le hubiéramos respondido que sueña despierto.
Antes de la crisis solo conocíamos puntuales mareas rojas de trabajadores que iban jalonando de cruces negras el lento desangrar industrial o productivo de nuestro país o que señalaban la marcha inexorable de unas privatizaciones salvajes. Eran movilizaciones de monos azules, de pancarta roja, de puño en alto y de presencia sindical.

           Ahora, junto a esas movilizaciones que todavía persisten y que rompen los restos del encaje industrial de nuestras ciudades —como el doloroso cierre de Roca— , aparecen nuevas formas de protesta y nuevos protagonistas que toman la calle en forma de movimientos marítimos que van o vienen, pero que son constantes, masivos y sorprendentes.

           Conforme se avanza en el empobrecimiento de las clases medias y en el desmantelamiento de los servicios públicos, surgen mareas de protestas que se expresan con colores propios pero que tienen más semejanzas entre sí que diferencias. Profesores y alumnado pusieron en marcha una marea verde de esperanza en el sistema educativo; el personal sanitario y los pacientes crearon una marea blanca que rodea hospitales y centros de salud. Desde el interior de los juzgados nació la marea amarilla, por la igualdad ante la justicia y contra las tasas judiciales; desde miles de hogares surgió una marea naranja que denuncia el desmantelamiento de la atención a la dependencia y a los servicios sociales. Curiosamente, la única marea no organizada, no visible, es ese abismo oscuro del paro, en el que navegan casi seis millones de personas.
Las mareas reivindicativas no son en absoluto corporativas. Entre los cientos de manifiestos, plataformas y anuncios, resulta prácticamente imposible detectar una reclamación que no sea general, de mejora de la sociedad en su conjunto, de resistencia al recorte de derechos sociales. Hay en estas mareas el intento de dar voz a los que no la tienen, de hacer pedagogía con la protesta y mostrar que el camino emprendido nos empobrece a todos y ahonda el abismo de desigualdad social.

            Son mareas sectoriales, que no corporativas, que tienen mucho en común pero que, como diría el poeta, no desembocan en algo general porque no hay cauce, instrumentos ni instituciones que representen su esperanza y que tengan el prestigio necesario para acogerla en sus únicas manos. No son movimientos antipolíticos o antisindicales. De hecho, la mayor parte del sindicalismo participa en ellas y se reciben con los brazos abiertos los apoyos puntuales de las fuerzas políticas pero no delegan su representación en ninguno de ellos. Son, en realidad, un gran movimiento ciudadano que acaba de emerger y que tantea nuevas formas de expresión. Han aprendido del 15M pero no son el 15M; necesitan del concurso de la política pero desconfían de su sinceridad y de su altura de miras.

           El problema es que para conseguir los cambios que proponen y poner fin al acoso de los servicios públicos necesitan convertir esas mareas de colores que llegan a nuestras playas en un gran tsunami de esperanza y de unidad. De momento el Gobierno estudia cómo frenar todo tipo de protestas. Es posible que su sismógrafo les alerte de que, allá en lontananza, hay un movimiento de unidad de este arco iris.

martes, 1 de mayo de 2012

COSAS QE NO CUESTAN DINERO

Publicado en El País Andalucía
Sin Andalucía, serían felices. ¿Para qué emplear más palabras? Sin Andalucía las afirmaciones del ministro de Economía sonarían como las de Moisés al enunciar los 10 mandamientos en el monte Sinaí, en vez de cómo el sonsonete afilado del señor Burns, propietario de la central nuclear en la serie Los Simpson. Sin Andalucía, el bronceado intenso de Ana Mato no contrastaría de forma tan clara con el intento de expulsar del sistema sanitario a los morenos naturales de allende los mares.


Andalucía era imprescindible para cerrar el círculo, asentar el pensamiento único de que la crisis económica no puede ser superada sino con la liquidación de una parte importante del Estado de bienestar y con una modificación del actual Estado de las autonomías. El pastel estaba cocinado y la mesa puesta. La única pluralidad, con mando en plaza, sería la del Gobierno de Artur Mas, con quien el PP mantiene un 99% de coincidencias en materia económica y social. En cuanto a las divergencias, serían altamente rentables. O bien se produciría un acuerdo bilateral con Cataluña o una confrontación de bajo nivel en el que los contendientes se envolverían en las banderas españolas y catalanas, respectivamente, para alborozo de sus respectivos nacionalistas.
Pero Andalucía siempre llega cuando no se la espera. Ya pasó cuando decidió, contra todo pronóstico, conquistar la autonomía plena y romper un mapa desigual. Ahora ha vuelto a ocurrir, a la manera de este contradictorio siglo XXI, con menos épica y más contradicciones; sin las grandes pasiones y enormes esperanzas de hace tantos años. Pero lo ha vuelto a hacer y, pese a quien pese, se ha situado en el centro del debate político, con las banderas algo ajadas, pero con el mismo latido de igualdad.
El nuevo Gobierno debe ser consciente de que recibe un legado delicado que debe implicarlos más allá de sus propias fuerzas. El pueblo andaluz sabe las dificultades de la situación actual: la escasez de fondos públicos, los límites de la gestión política, la dificultad de invertir la rueda que nos empuja hacia el precipicio. No esperan milagros asombrosos pero serán absolutamente exigentes en las formas de ejercer el poder político, en la sensibilidad de las medidas que se adopten y en el ejemplo que ofrezcan a la sociedad andaluza.

En política, como en la vida, hay muchas cosas que no cuestan dinero pero que nos devuelven la confianza. No cuesta dinero, sino todo lo contrario, la honradez ni la sensibilidad social. No cuesta dinero poner en marcha de forma inmediata un código ético que no solo prevenga contra los casos de corrupción, sino que nos proteja de cualquier uso clientelar del poder político. Tampoco sería mala idea recuperar la educación y la elegancia como valores de la izquierda, fundamentalmente ahora que la derecha se ha vuelto lenguaraz e insultante.

No cuesta dinero la participación y el diálogo social, pero el de verdad, no el que se reduce a una consulta institucionalizada a las organizaciones sociales. Miles y miles de andaluces y andaluzas estarían deseando aportar sus conocimientos e ideas para mejorar nuestros servicios públicos, fomentar el empleo, proteger el medio ambiente o avanzar en igualdad de oportunidades. El talante del nuevo Gobierno debería caracterizarse por una escucha activa de la sociedad, lejos del autoritarismo o del paternalismo desmovilizador que nos ha privado de tantos talentos y soluciones.
Andalucía no va a buscar confrontaciones, se las va a encontrar en el camino. Sin dar siquiera tiempo a que se constituya el Parlamento, el Gobierno central ya ha planteado tres recursos contra decisiones andaluzas (subasta medicamentos, ley de incompatibilidades y oposiciones de docentes) y ha pronunciado las palabras temibles que suenan a golpe anti-andaluz: si no obedecen, serán intervenidos. Una amenaza inaceptable que nos recuerda a la frase favorita del personaje citado de Los Simpson, el dueño de la central nuclear, cada vez que los trabajadores desoyen sus órdenes: “¡Suelte a los perros