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domingo, 10 de noviembre de 2013

NO NOS PODEMOS QUEJAR

    Se ha convertido en el principio y final de muchas conversaciones. Es el resumen perfecto, el punto y aparte de la comunicación de nuestras desdichas. La pronunciamos encogiendo los hombros, entornando los ojos y con una mueca de impotencia en los labios.

    Con esta expresión socializamos nuestras desgracias, sentimos formar parte de un colectivo al que todavía le han ido las cosas peor que a nosotros mismos. No importa cuantas injusticias nos asolen porque siempre habrá alguien más desprotegido, más pobre o más solo.

    Lo malo es que una frase de uso privado que pretendía animarnos, formar parte de una cadena humana y socializar nuestras desgracias, se ha convertido en un discurso oficial impuesto que pone fin a cualquier reclamación y a cualquier asomo de sublevación social. No es que no nos podamos quejar por solidaridad con los que más sufren, es que no nos podemos quejar porque pueden arrojarnos al escalón inmediatamente inferior y eso nos causa pavor.

    El funcionario al que le esquilman por enésima vez sus haberes no se puede quejar porque es fijo. Al que han reducido su sueldo de forma brutal, no puede protestar porque al menos no ha sido despedido. El joven contratado por un raquítico puñado de euros, al menos no ha tenido que salir de nuestro país. Incluso el que está en la cola del paro puede considerarse afortunado porque todavía no recoge a la puerta del supermercado los productos caducados. La cadena de no queja, no reclamación, no protesta, se extiende al infinito. A fin de cuentas, todos tenemos algo propio, que no nos pueden arrebatar, una mano amiga o un hueco por el que escapar de las desdichas.

     Nuestra cotización ha caído porque nos consolamos con las desgracias ajenas
La ofrenda de agradecimiento por “nuestros privilegios” se deposita a los pies de los poderosos. Con cada “no me puedo quejar” cedemos territorios que pertenecían a nuestros derechos, a nuestro trabajo e incluso a nuestra dignidad. Trabajamos más horas por menos salario; consideramos potestativa una paga extraordinaria que forma parte de nuestros derechos; nos aprestamos a trabajar fuera de convenio o a hacer horas fuera de contrato; a regalar nuestro trabajo y nuestro esfuerzo sin conflicto social alguno.

    El hecho de que haya otras personas en peores situaciones que nosotros se ha convertido en la coartada perfecta para reformular el marco laboral. Y no me refiero a las injustas leyes promulgadas sino al derecho que se escribe en la calle, en las empresas, con prácticas crueles que las estadísticas apenas detectan, con salarios de miseria y condiciones leoninas nunca antes descritas. Algunas mujeres adelantan su incorporación laboral tras el parto por miedo a ser despedidas; muchas personas acuden enfermas al trabajo por miedo al despido. Por supuesto, también sin quejarse.

    El valor del trabajo ha caído drásticamente en el mercado. Nuestro esfuerzo, nuestro saber, nuestra inteligencia apenas valen nada. No importa que el sector para el que trabajemos sufra la crisis o apenas la haya sentido. Nuestra cotización ha caído vertiginosamente porque tenemos miedo, porque nos consolamos con las desgracias ajenas, porque asumimos acríticamente todos los discursos manipuladores y engañosos que nos lanzan a diario, porque nos hemos resignado a ser hojas al viento.

    El miedo insuperable a caer más bajo en la escala social nos paraliza. Y de todas las estrategias defensivas inútiles esta es la más contraproducente. Si en vez de no quejarnos pasáramos a hacerlo; si en vez de callar, alzásemos la voz; si en vez de estar aterrorizados, actuásemos; si en vez de resignarnos a todas las injusticias grandes y pequeñas, pronunciásemos un rotundo y terco no, entonces esta crisis se escribiría con otro final.

   Trabajar no es un privilegio, sino un derecho. Léanse la Constitución. No hay privilegio alguno en cobrar lo justo, en trabajar lo estipulado, en no ser explotado, en tener vacaciones o baja laboral cuando estamos enfermos. No llamemos paciencia al miedo, ni espíritu positivo a lo que es simplemente una rendición.
@conchacaballer

miércoles, 11 de julio de 2012

EL DESPRESTIGIO COMO ESTRATEGIA

Publicado en El País Andalucía
Siempre me habían impresionado las fotos de la crisis del 29 en Norteamérica. Esa mujer que mira con infinita preocupación, rodeada de niños que esconden las cabezas tras sus hombros; personas sin casa que recorren las polvorientas carreteras; una cena de navidad en la que cuatro niños apiñados esperan que su padre reparta algo de pan y embutido; una cola de parados con sus trajes deslucidos; personas, sin rostros visibles, sólo sombreros que avanzan hacia la ventanilla donde obtendrán un no por respuesta…Pensaba que eran fotos casuales de magníficos profesionales de la prensa hasta que la semana pasada escuché a algunos expertos explicar que la mayoría de estas fotos formaban parte de la campaña de Roosevelt para lanzar el New Deal.


Los fotógrafos de Roosevelt no manipularon la realidad para darle mayor dramatismo ni crudeza a la crisis. Por el contrario descartaron aquellas imágenes que retratasen obscenamente la miseria. El hilo conductor de estas fotografías consistía en contar una historia de dificultades, pero también de dignidad. Para conseguirlo destacaron la figura humana y la familiaridad de los objetos de forma que cualquier espectador pudiese pensar que el próximo en esa lista del paro, en esa carretera, en esa casa desprovista de enseres, podía ser él. Las fotos no pretendían transmitir desesperación ni histeria, sino solidaridad y reflexión.

Mientras que la crisis en Europa condujo en muchos países a la emergencia del fascismo, en Norteamerica el New Deal de Roosevelt forjó la idea de un país, prestigió la democracia, puso las bases del todavía precario sistema de protección social y afirmó el principio de que los que más tenían debían contribuir con mayores recursos a la recuperación económica. No aportar al bien común, no contratar a alguien si se tenían recursos o despedir trabajadores innecesariamente, ocultar capitales o aprovecharse de la crisis empezaron a ser vistos como gestos inadmisibles de antipatriotismo.

El relato europeo, salvo excepciones, es mucho más triste. Se buscaron chivos expiatorios, como los judíos, los gitanos o los extranjeros; se confrontaron unos sectores sociales contra otros; se proclamó el sálvese quien pueda ; se desprestigió la política y se exasperaron a las clases medias hasta que los autómatas del brazo en alto llegaron al poder.

En España no hay patriotas. Desde que empezó la crisis, los de abajo han sufrido paro, saqueo salarial, restricciones sin cuento de servicios. Sin embargo, no se han aprobado medidas que obliguen a los de arriba, a los que se envuelven en la bandera rojigüalda, a poner un solo euro sobre el tapete. Todo lo contrario: se han reducido sus aportaciones fiscales, se les ha abaratado el coste del despido y se les ha premiado con una amnistía fiscal que es un cruel sarcasmo para el contribuyente. Por eso, cerca de tres millones de españoles -según el último estudio del Observatorio del Consumo- compran habitualmente artículos de lujo. Las ventas de estas prendas que “te hacen sentir único y poseedor de la exclusividad” aumentaron el pasado año un 25 por ciento. Viven en una burbuja protegidos por la cobardía de nuestros políticos.

Para la gente corriente, el gobierno ha preparado una batería de nuevos recortes sociales. Sus escasas explicaciones, suelen denigrar a los que trabajan o usan los servicios públicos : “consumen muchas medicinas”, “se aprovechan de la ley de dependencia”, “trabajan pocas horas”, “usan fraudulentamente las cartillas”. Nos hacen discutir sobre los cuatrocientos euros para el cuidado de un dependiente o sobre los presuntos privilegios de los funcionarios, mientras olvidamos que los poderosos tributan menos de la mitad que sus trabajadores. A diferencia del New Deal de Roosevelt, aquí no se fotografían con respeto las colas del paro, los desahucios de viviendas o la dignidad de los que viven de su trabajo. Todo lo contrario: se desprestigia a los de abajo, se alienta la insolidaridad social y la confrontación entre los que nada tienen con los que tienen poco. Los frutos de todo esto pueden ser muy amargos.