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domingo, 9 de septiembre de 2012

300 MIL A LA CALLE


Publicado en El País Andalucía


           Primer día de vuelta a clase. Salón de actos o aula de cualquier instituto preparado para los exámenes de septiembre. A primera hora de la mañana los profesores han recibido una circular que les comunica que deben hacerse cargo de los exámenes y evaluación de los estudiantes  correspondientes a  los miles de interinos despedidos. Todos se preguntan cómo evaluar a alumnos cuyas tareas y planes de recuperación desconocen.  A pesar de esta circular, en cientos de centros, gran parte de los interinos han acudido a los exámenes de septiembre.  Llevan sus carpetas, sus exámenes y anotaciones.  Saben perfectamente que no cobrarán ni un euro del mes de septiembre. A pesar de eso, si les preguntas, se encogen de hombros y te contestan: “Lo sabemos, pero no podíamos dejar colgados a los chavales”.  Muchos se han quedado en el centro para corregir los exámenes y han dejado a sus compañeros unos folios con las notas de sus alumnos y con aclaraciones en caso de duda.  Sus calificaciones parecen un pequeño testamento de bondad y de profesionalidad.  Son 4.526 docentes sólo en Andalucía. La administración no sabe lo que tiene ni lo que pierde.

            Esta última oleada de paro no se escribe con el ladrillo, ni con las máquinas industriales, sino con la tinta azul de la administración pública. O sea, se escribe con la tinta de los derechos sociales y  la calidad de sus servicios públicos. Es toda una opción política e ideológica. Lo tenían escrito de antemano bajo las consignas de adelgazar el Estado; con su propaganda de desprestigio de la función pública; con sus aireadas consignas sobre duplicidades y gastos innecesario;  con la mentira repetida de que en España –aunque los datos reales son radicalmente contradictorios- el sector público está sobredimensionado.

          Pero no son puestos innecesarios los que se suprimen, sino los esenciales, los básicos. El país se puebla de profesores en paro, de personal sanitario despedido, de trabajadores de los servicios públicos arrojados a la calle en el mejor momento de su vida laboral. Se ha diseñado un sacrificio inútil, una mutilación descarada de los servicios públicos que no aparecía en ningún programa electoral, pero si en los think tank del pensamiento conservador.  Se ha puesto excesivamente el acento en el recorte económico de los sueldos de los funcionarios públicos, pero se ha hablado muy poco de esta malévola jugada del aumento de jornada laboral cuyo único objetivo es poner de patitas en la calle a cien mil trabajadores. La propia izquierda, que no se atreve a enarbolar la bandera del reparto del empleo, apenas si ha hecho unas cuantas notas a pie de página de este siniestro plan que va a empobrecer gravísimamente la calidad de nuestras escuelas, de nuestros hospitales y de nuestros servicios sociales.

         Desde que gobierna el PP se han perdido unos 150.000 empleos en la administración.  Las comunidades gobernadas por la derecha han sido la avanzadilla de este terrible ERE masivo del Estado. La marea verde de Madrid y de Valencia no ha conseguido parar los planes de recortes públicos. Tras esa experimento, las nuevas medidas de aumento de jornada y de congelación de las ofertas de empleo público, conseguirán elevar hasta 300 mil el número de empleados públicos despedidos. El próximo año será aún peor porque, según avanza el gobierno, los presupuestos generales supondrán  un “ajuste duro y una dolorosa reforma de la administración pública”.

        Es el momento de recordar que los servicios públicos son la única muralla que nos separa de la desigualdad absoluta. Se trata de los que curan, enseñan, investigan, atienden, garantizan la seguridad o apagan los fuegos.  Más del treinta por ciento de ellos son interinos, eventuales o personal contratado. Si prescindimos de su trabajo, se empobrecerá de forma alarmante todo nuestro sistema público. De hecho ya está ocurriendo: en algunos hospitales la situación empieza a ser insostenible y en la enseñanza pública se acaba cualquier proyecto de integración y de personalización. O a lo mejor es ese el efecto buscado. A fin de cuentas, según el gobierno, por cada puesto que se suprime en la administración, surgirá un nuevo empleo en el sector privado. Pagando, claro.

miércoles, 11 de julio de 2012

EL DESPRESTIGIO COMO ESTRATEGIA

Publicado en El País Andalucía
Siempre me habían impresionado las fotos de la crisis del 29 en Norteamérica. Esa mujer que mira con infinita preocupación, rodeada de niños que esconden las cabezas tras sus hombros; personas sin casa que recorren las polvorientas carreteras; una cena de navidad en la que cuatro niños apiñados esperan que su padre reparta algo de pan y embutido; una cola de parados con sus trajes deslucidos; personas, sin rostros visibles, sólo sombreros que avanzan hacia la ventanilla donde obtendrán un no por respuesta…Pensaba que eran fotos casuales de magníficos profesionales de la prensa hasta que la semana pasada escuché a algunos expertos explicar que la mayoría de estas fotos formaban parte de la campaña de Roosevelt para lanzar el New Deal.


Los fotógrafos de Roosevelt no manipularon la realidad para darle mayor dramatismo ni crudeza a la crisis. Por el contrario descartaron aquellas imágenes que retratasen obscenamente la miseria. El hilo conductor de estas fotografías consistía en contar una historia de dificultades, pero también de dignidad. Para conseguirlo destacaron la figura humana y la familiaridad de los objetos de forma que cualquier espectador pudiese pensar que el próximo en esa lista del paro, en esa carretera, en esa casa desprovista de enseres, podía ser él. Las fotos no pretendían transmitir desesperación ni histeria, sino solidaridad y reflexión.

Mientras que la crisis en Europa condujo en muchos países a la emergencia del fascismo, en Norteamerica el New Deal de Roosevelt forjó la idea de un país, prestigió la democracia, puso las bases del todavía precario sistema de protección social y afirmó el principio de que los que más tenían debían contribuir con mayores recursos a la recuperación económica. No aportar al bien común, no contratar a alguien si se tenían recursos o despedir trabajadores innecesariamente, ocultar capitales o aprovecharse de la crisis empezaron a ser vistos como gestos inadmisibles de antipatriotismo.

El relato europeo, salvo excepciones, es mucho más triste. Se buscaron chivos expiatorios, como los judíos, los gitanos o los extranjeros; se confrontaron unos sectores sociales contra otros; se proclamó el sálvese quien pueda ; se desprestigió la política y se exasperaron a las clases medias hasta que los autómatas del brazo en alto llegaron al poder.

En España no hay patriotas. Desde que empezó la crisis, los de abajo han sufrido paro, saqueo salarial, restricciones sin cuento de servicios. Sin embargo, no se han aprobado medidas que obliguen a los de arriba, a los que se envuelven en la bandera rojigüalda, a poner un solo euro sobre el tapete. Todo lo contrario: se han reducido sus aportaciones fiscales, se les ha abaratado el coste del despido y se les ha premiado con una amnistía fiscal que es un cruel sarcasmo para el contribuyente. Por eso, cerca de tres millones de españoles -según el último estudio del Observatorio del Consumo- compran habitualmente artículos de lujo. Las ventas de estas prendas que “te hacen sentir único y poseedor de la exclusividad” aumentaron el pasado año un 25 por ciento. Viven en una burbuja protegidos por la cobardía de nuestros políticos.

Para la gente corriente, el gobierno ha preparado una batería de nuevos recortes sociales. Sus escasas explicaciones, suelen denigrar a los que trabajan o usan los servicios públicos : “consumen muchas medicinas”, “se aprovechan de la ley de dependencia”, “trabajan pocas horas”, “usan fraudulentamente las cartillas”. Nos hacen discutir sobre los cuatrocientos euros para el cuidado de un dependiente o sobre los presuntos privilegios de los funcionarios, mientras olvidamos que los poderosos tributan menos de la mitad que sus trabajadores. A diferencia del New Deal de Roosevelt, aquí no se fotografían con respeto las colas del paro, los desahucios de viviendas o la dignidad de los que viven de su trabajo. Todo lo contrario: se desprestigia a los de abajo, se alienta la insolidaridad social y la confrontación entre los que nada tienen con los que tienen poco. Los frutos de todo esto pueden ser muy amargos.