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jueves, 22 de agosto de 2013

HERMOSOS VENCIDOS

Publicado en El País Andalucía 

   Pensaba en el tema de mi artículo de esta semana. Me apetecía hablar de literatura, salir de los asfixiantes temas políticos, tomar un poco de oxígeno de seres imaginarios e historias ajenas. Pero a veces la realidad se atraviesa en el camino, se pone en jarras en medio de la carretera y dice que está ahí, que no piensa moverse hasta que la mires de frente.

   Se llama Inmaculada Michinina, tiene 37 años y es aspirante a una licencia del baratillo de Cádiz. Si todavía no han visto su intervención en el último pleno de su ciudad, se la recomiendo. Llegó con varios folios manuscritos para expresar en pocos minutos sus demandas, pero a los pocos segundos dejó de leer y expresó un bello discurso, lleno de faltas de ortografía, de cariñosos tacos, de diminutivos hirientes como cuchillos afilados.

   Los perdedores apenas tienen oportunidad de contar su historia pero ella lo hizo con ráfagas de metralla. “Os hemos dado un puesto de trabajo que no valoráis. No lo aprovecháis para trabajar para nosotros, para el pueblo”, le espetó a la presidencia. A esas alturas la cara de Teófila Martínez y de toda la mesa presidencial era un poema. Ya no estaba hablando de su demanda, de la licencia de su puesto en el baratillo, sino del foso terrible entre el poder político y los problemas de los ciudadanos. “Para ustedes somos solo un punto, el punto 19”, les dijo. Un molesto punto que se olvidaría pronto. La tragedia de gente insignificante, con su paro a cuestas. Las víctimas de la crisis que nadie quiere individualizar. Los parados y paradas que se cuentan por miles o por millones pero carecen de rostro y de historia, y cuyo único papel en esta crisis es cruzarse de brazos a esperar que los poderosos recuperen sus ganancias.

   Al menos, les disparó Inmaculada, “déjennos tener dignidad”, “déjenme decirle a mis hijas: chocho, que puedes comer lo que hay en la nevera, que lo ha conseguido tu madre”. No es una ayuda, un subsidio, un favor lo que se pide, sino el simple permiso de ganarse el puchero con sus propias manos.
Los andaluces hacemos un uso especial del lenguaje. Sabemos retorcer los adjetivos hasta que destilan significados inesperados. Inmaculada finalizó su intervención con un uso literario del diminutivo como solo una andaluza podría hacerlo. Lorca condensó en la palabra “cuchillito” toda la carga trágica de Bodas de sangre. En boca de esta gaditana cada palabra diminuta, sencilla, se convertía en un artefacto trágico que nos golpeaba directamente el corazón. “Déjenme que este dominguito, a ver si hay suerte, me llevo 20 euritos para mi casa y puedo ir a la placita de abastos”.

   La mayoría absoluta del pleno votó en contra del punto 19. Solo era un punto insignificante en el orden del día. Nada indicaba que en solo unas horas más de 400.000 personas iban a ver la intervención de la vendedora de un baratillo en el que rara vez han puesto siquiera los pies.
Al advertir la conmoción que las palabras de Inmaculada habían producido se apresuraron a aclarar cosas del procedimiento administrativo, de la concesión de licencias y a decir que no podían convertir la ciudad en un gran zoco marroquí. “Pues bien bonitos que son”, les respondió la afectada. Pero lo realmente preocupante es que no habían entendido nada.

  
En el Pleno del Ayuntamiento de Cádiz no se hablaba en realidad de licencias, ni de trámites, ni de procedimientos. Se hablaba de la democracia, de cómo las instituciones políticas tienen piel de elefante para los problemas sociales y lo poco que les importan los dramas de los de abajo.
Hay algo en la vendedora ambulante de Cádiz que la convierte en un símbolo de nuestro país; en reflejo de miles de personas que todos los días practican el duro ejercicio de mantener la dignidad en medio del paro y de la escasez. Son gente corriente que lucha por la vida en cada pueblo, en cada barrio. Hermosos perdedores que merecen un final distinto.
@conchacaballer

miércoles, 11 de julio de 2012

EL DESPRESTIGIO COMO ESTRATEGIA

Publicado en El País Andalucía
Siempre me habían impresionado las fotos de la crisis del 29 en Norteamérica. Esa mujer que mira con infinita preocupación, rodeada de niños que esconden las cabezas tras sus hombros; personas sin casa que recorren las polvorientas carreteras; una cena de navidad en la que cuatro niños apiñados esperan que su padre reparta algo de pan y embutido; una cola de parados con sus trajes deslucidos; personas, sin rostros visibles, sólo sombreros que avanzan hacia la ventanilla donde obtendrán un no por respuesta…Pensaba que eran fotos casuales de magníficos profesionales de la prensa hasta que la semana pasada escuché a algunos expertos explicar que la mayoría de estas fotos formaban parte de la campaña de Roosevelt para lanzar el New Deal.


Los fotógrafos de Roosevelt no manipularon la realidad para darle mayor dramatismo ni crudeza a la crisis. Por el contrario descartaron aquellas imágenes que retratasen obscenamente la miseria. El hilo conductor de estas fotografías consistía en contar una historia de dificultades, pero también de dignidad. Para conseguirlo destacaron la figura humana y la familiaridad de los objetos de forma que cualquier espectador pudiese pensar que el próximo en esa lista del paro, en esa carretera, en esa casa desprovista de enseres, podía ser él. Las fotos no pretendían transmitir desesperación ni histeria, sino solidaridad y reflexión.

Mientras que la crisis en Europa condujo en muchos países a la emergencia del fascismo, en Norteamerica el New Deal de Roosevelt forjó la idea de un país, prestigió la democracia, puso las bases del todavía precario sistema de protección social y afirmó el principio de que los que más tenían debían contribuir con mayores recursos a la recuperación económica. No aportar al bien común, no contratar a alguien si se tenían recursos o despedir trabajadores innecesariamente, ocultar capitales o aprovecharse de la crisis empezaron a ser vistos como gestos inadmisibles de antipatriotismo.

El relato europeo, salvo excepciones, es mucho más triste. Se buscaron chivos expiatorios, como los judíos, los gitanos o los extranjeros; se confrontaron unos sectores sociales contra otros; se proclamó el sálvese quien pueda ; se desprestigió la política y se exasperaron a las clases medias hasta que los autómatas del brazo en alto llegaron al poder.

En España no hay patriotas. Desde que empezó la crisis, los de abajo han sufrido paro, saqueo salarial, restricciones sin cuento de servicios. Sin embargo, no se han aprobado medidas que obliguen a los de arriba, a los que se envuelven en la bandera rojigüalda, a poner un solo euro sobre el tapete. Todo lo contrario: se han reducido sus aportaciones fiscales, se les ha abaratado el coste del despido y se les ha premiado con una amnistía fiscal que es un cruel sarcasmo para el contribuyente. Por eso, cerca de tres millones de españoles -según el último estudio del Observatorio del Consumo- compran habitualmente artículos de lujo. Las ventas de estas prendas que “te hacen sentir único y poseedor de la exclusividad” aumentaron el pasado año un 25 por ciento. Viven en una burbuja protegidos por la cobardía de nuestros políticos.

Para la gente corriente, el gobierno ha preparado una batería de nuevos recortes sociales. Sus escasas explicaciones, suelen denigrar a los que trabajan o usan los servicios públicos : “consumen muchas medicinas”, “se aprovechan de la ley de dependencia”, “trabajan pocas horas”, “usan fraudulentamente las cartillas”. Nos hacen discutir sobre los cuatrocientos euros para el cuidado de un dependiente o sobre los presuntos privilegios de los funcionarios, mientras olvidamos que los poderosos tributan menos de la mitad que sus trabajadores. A diferencia del New Deal de Roosevelt, aquí no se fotografían con respeto las colas del paro, los desahucios de viviendas o la dignidad de los que viven de su trabajo. Todo lo contrario: se desprestigia a los de abajo, se alienta la insolidaridad social y la confrontación entre los que nada tienen con los que tienen poco. Los frutos de todo esto pueden ser muy amargos.

jueves, 2 de octubre de 2008

¿Y si existiera la utopía?



La dignidad es hacerse respetar por los demás y comienza por ser fiel a uno mismo. No es hoy en día un bien demasiado apreciado. Se lleva mal con el ascenso social, con el afán de lucro, con las carreras fulgurantes. La honestidad es una palabra casi antigua, y quiere decir atenerse a una conducta moral, en este caso a un compromiso.
La honradez tiene un significado más concreto, hoy considerada una palabra pueblerina, se aplica a no dejarse tentar por el beneficio ilícito y también, y si se habla de honradez intelectual, se basa en reconocer las virtudes y los argumentos del contrario.
La generosidad es la tendencia a ayudar a los demás y a dar las cosas propias sin esperar nada a cambio. Ahora se tiende a interpretar esta virtud como entregar aquello que nos sobra, cuando su esencia consiste en entregar aquello más preciado, en este caso el tiempo de nuestra vida.
Hay otras virtudes que carecen de nombre. ¿Cómo llamamos a compartir el sufrimiento humano? ¿Qué palabra se acerca a esa inclinación a escuchar, a compartir los problemas ajenos? ¿Con que término nombramos la predisposición a tener amigos y a dejar huella en los demás?

La trayectoria de Pepe Cabrero nos habla de todo esto y del futuro. Lo vemos hoy en la foto, con un cuerpo que lo lleva más que lo contiene y unos ojos inquietos (alegres casi siempre, en esta última etapa tan tristes, ya lo sé) que quieren mirar adelante. Y no nos dejará porque si a la política les sobra gente como él, quien está de más es la política.