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domingo, 1 de abril de 2012

DEBATES CON TRAMPA

Publicado en El País Andalucía

El enunciado de la idea puede resultar atrayente: ¿Por qué vamos a pagar los libros de texto a niños que tienen rentas altas? ¿Por qué no cobramos las medicinas o las recetas a los que tienen más? ¿Por qué no subir las tasas de servicios públicos en función de la renta? Nuestra mente reacciona inmediatamente a favor de estas propuestas, sin caer en la cuenta de la infernal trampa que contienen.


La procedencia de estas ideas nos debiera hacer sospechar de sus intenciones últimas. Es francamente escamante que los mismos que parecen estar tan interesados en el pago de servicios públicos según la renta defiendan anular los impuestos a las herencias millonarias, acabar con el recargo a las rentas altas y suprimir el impuesto sobre el patrimonio. O, todavía peor, acaben de cargarse una subasta de medicamentos que hubiera ahorrado a Andalucía 40 millones de euros en su primer año.

En un Estado con derechos, los servicios públicos básicos deben ser iguales para toda la ciudadanía, independientemente de su procedencia social. La progresividad no se debe expresar en los servicios públicos, sino en el sistema impositivo. Es decir, el que es más rico debe pagar impuestos, independientemente de su uso de los servicios. Lo que tiene que ser justo es el sistema impositivo y la recaudación fiscal. Eso significa que cada ciudadano debe contribuir al mantenimiento de la escuela, los hospitales o los servicios sociales aunque no tenga hijos, ni enfermedades, ni invalidez alguna que atender. La democracia es mucho más que la libertad o el derecho al voto, es también la obligación de contribuir al mantenimiento del bien común; es un contrato social por el que el bien ajeno es beneficioso para todos.

En contra de este principio de que son los impuestos los que deben sufragar y equilibrar las diferencias, se está alimentando la idea de que cada servicio se pague en función de la renta. De llevarse a cabo, cada hospital, cada centro educativo y cada servicio público se convertirían en un centro recaudador. Se expedirán carnets de pobre o de rico, según las circunstancias.
En Andalucía se ha logrado que los libros de texto sean gratuitos hasta finalizar la educación obligatoria. Con cierto trabajo conseguimos que la gratuidad figurase en el Estatuto de Autonomía y formase parte del carácter integrador de nuestra enseñanza pública. Cada familia ahorra al año más de 300 euros con esta medida, sin embargo el coste es relativamente barato porque los libros pertenecen a los centros y se utilizan durante cuatro o cinco años por las sucesivas tandas de alumnos. Se ha acabado el doloroso espectáculo de que tres meses después de iniciado el curso, muchos chavales y chavalas, aún no tenían los libros porque sus familias carecían de recursos: todos tienen los mismos libros que deben cuidar, eso sí, algo desportillados el último año. Este curso, y hablo por experiencia directa, sin los libros gratuitos la situación hubiese sido dramática. Los profesores apenas nos atrevemos a exigir la compra de los libros de lectura (no incluidos en la gratuidad) porque el desembolso de unos pocos euros supone un problema para algunas familias.

Los defensores del sistema de copago o de rentas me dirán que, en esos casos, está justificada la gratuidad, pero no nos engañemos, acabaría con un derecho contemplado en nuestro Estatuto, y nos haría retroceder a los tiempos de la beneficencia ¿En qué renta se pondrá el límite? ¿Tendrán derecho las clases medias azotadas por la crisis, congeladas y estranguladas, a la gratuidad de los servicios públicos? En la enseñanza pública, en la salud, en los servicios sociales no abundan los ricos. En mi centro no hay uno solo. Imagino que han emigrado a la enseñanza privada, donde importan un pito los trescientos euros de los libros de texto.

En vísperas de las elecciones autonómicas la supresión de derechos, el retroceso a la beneficencia es un serio aviso de las políticas que nos aguardan, envueltas en el celofán del populismo, alimentando el rencor social de unos contra otros para dejar intactos los privilegios de los poderosos.

martes, 17 de noviembre de 2009

Mar de fondo



Artículo de opinión publicado en El País:


Hace años tuve una experiencia terrible con el mar. Acababa de llegar a la playa en uno de esos días calurosos del verano. El agua tenía un prometedor color azul y estaba en calma. Sin pensarlo, entré en ese océano que hasta ese día había considerado amigo, con el ansia de la primera vez de cada verano. Me sumergí con decisión y di unas cuantas brazadas en dirección al horizonte. Cuando volví la cabeza comprobé que me encontraba a muchos metros de la playa. Intenté regresar, pero una corriente oculta me arrastraba hacia dentro. Después de muchos esfuerzos conseguí volver a la arena pero ya nunca he vuelto a mirar el mar con los mismos ojos. Me explicaron que ese día había mar de fondo y que una lejana bandera solitaria lo advertía. Sin embargo, se evaporó la ingenua confianza que adquirí en la niñez y desde entonces miro sus aguas con el recelo de una amante engañada.
Siento algo parecido a esta marea profunda cada mañana cuando oigo las noticias o escucho conversaciones de personas que gritan en las que no importan los razonamientos, los matices, o la verdad sino una suma de juicios sumarísimos sin apelación.
Es muy difícil, por ejemplo, convencer a alguien de que el sistema educativo no es un lugar de violencia, de fracaso y de decepción. No importa que sustentes esta opinión con experiencias, con datos y con razones. Reconocerán las excepciones, pero ya han juzgado y sentenciado el sistema en su conjunto, a los jóvenes en su totalidad y el veredicto es orden y autoridad, a secas.
Ni qué decir tiene la dificultad de debatir sobre temas más espinosos. Demostrar que los delincuentes no entran por una puerta y salen por otra, es misión imposible. Afirmar que hay más presos y menor delincuencia que en la mayor parte de los países desarrollados parece una ficción, aunque sea la verdad más fácil de comprobar. Y no digamos ya de los impuestos. Te mirarán con extrañeza si afirmas que en nuestro país se pagan menos impuestos que en la mayor parte de Europa, aunque el que te contradiga defraude el IVA y declare la mitad de sus ganancias a Hacienda.
Se ha puesto de peligrosa moda convertir a las víctimas en legisladores y a sus familiares en "gobiernos en la sombra" que lo mismo imponen cadenas perpetuas que aconsejan negociaciones vergonzosas con secuestradores. Se preguntan obviedades y lugares comunes a los ciudadanos y se sugieren las soluciones más fáciles y arbitrarias. Son ya legión los ciudadanos que, como los taxistas, "arreglarían los problemas en cinco minutos, si los dejaran", con mucha autoridad y sin comunidades autónomas.
No nos engañemos. No gritan las personas realmente afectadas por la crisis; las que se han quedado sin trabajo; las que apenas llegan a final de mes; las contratadas bajo cuerda; las que han perdido derechos; las que no pueden pagar su vivienda... Ojalá pusieran sus problemas reales sobre la mesa. Pero no. Gritan más los que no han perdido nada en esta crisis, los que han ahorrado y han cambiado de coche gracias a la caída de los precios y del dinero. No despotrican de los bancos, de los especuladores, de los que se aprovechan del sufrimiento ajeno, sino de lo público y lo político en su sentido más amplio.
No es que intenten derrotar al Gobierno. Eso es lo de menos. Ojalá subiera una crítica fundada y alternativa a su política. Pero, la respuesta populista a las grandes crisis económicas ha sido, históricamente, el autoritarismo. Éste no llega con anuncios luminosos, no se presenta como tal a las elecciones. Es una marea soterrada que arrastra voluntades, adormece el raciocinio, desarma con su aparente calma al que se opone y te arrastra hacia el abismo del miedo y la desconfianza social.
No estaría mal levantar unas cuantas banderas de alerta en esta playa para que nos advirtieran del peligroso mar de fondo. Y algo de esperanza.

viernes, 28 de agosto de 2009

Lo fundamental y lo superfluo



Realmente la crisis vino en el momento más inoportuno para las políticas sociales. Después de veinticinco años postergando este debate se había iniciado tímidamente la necesidad de contar con sistemas de protección social completos, acordes con un estado que se proclama democrático y social. Las reformas de los estatutos (tan injustamente denostadas) plantearon nuevos derechos sociales que avanzaban en esta senda. El más decidido fue el Estatuto Andaluz al proclamar el derecho a una renta básica para asegurar los ingresos imprescindibles de toda aquella persona que careciera de otras fuentes de subsistencia. Y en estas…llegó la crisis.
La cobertura social española, tras treinta años de democracia, se encuentra muy por debajo de la europea. Mientras que en la Unión Europea el gasto medio social alcanza el veintisiete por ciento del PIB, en España apenas alcanza el veintiuno por ciento. Los intentos de construir en serio un estado social, por ejemplo, a través de la ley de dependencia, han quedado desdibujados después por el electoralismo más ramplón de los cheques bebé o de la devolución de 400 euros a los contribuyentes, sin límites de renta y sin objetivos de ninguna naturaleza. Mientras que a las nuevas políticas sociales como la ley de dependencia, se les asignó un corto presupuesto de poco más de mil millones de euros, los cheques mencionados, suponen un gasto de ocho mil millones anuales. Un verdadero desatino en términos de política social.
La realidad, sin embargo, llama a nuestra puerta con esta crisis de una forma más cruda de lo habitual. Un millón seiscientas mil personas se encuentran en la actualidad paradas y sin ningún tipo de ingresos. Ante esto el gobierno ha aprobado un decreto de ayudas absolutamente insuficiente que apenas si va a atender –cuando su aplicación sea completa- a un quince por ciento de las personas que se encuentran en esta desesperada situación. Argumenta, el gobierno, que su disponibilidad presupuestaria es cada día más pequeña y que solo habían previsto cuatrocientos millones para esta medida.
En cualquier casa, cuando llega una situación de emergencia, se prescinde de lo superfluo para atender lo fundamental. Es, por tanto, el momento de modificar el gasto social y las políticas fiscales. Reconocer que ha sido todo un despropósito, en medio de esta crisis económica, la supresión del impuesto sobre el patrimonio cuya recaudación hubiera bastado para cubrir las ayudas al desempleo sin limitación alguna. Es el momento de suprimir la desgravación de cuatrocientos euros, insignificante para las rentas medias y altas, y de la que están excluidas precisamente las personas con menos ingresos. Es necesario que entre el gobierno central y las autonomías se llegue a un gran acuerdo político para que ni una sola persona en nuestro país, se encuentre en situación de completa desesperación. Y es necesario que paguen más los que más tienen –que además coinciden con los que más han ganado-; que este principio no es una frase obsoleta y desprovista de sentido; no es ni siquiera la bandera de la izquierda política, sino un mandato democrático y constitucional.